La victoria pírrica de la OEA en Venezuela
Hace tiempo que los observadores de la realidad latinoamericana expresan su preocupación por la fragilidad del sistema democrático en la región. Este no es un mal nuevo, si se considera la historia de estos países y, en especial, la época dorada de los dictadores que dominaron casi toda el área a mediados del siglo pasado.
Basta recordar que diez de los veinte asistentes a la cumbre de presidentes que se efectuó en Panamá, en 1956, para conmemorar el 130 aniversario del Congreso Anfictiónico de 1826, eran militares y habían llegado al poder mediante golpes de estado; así como el único ausente, Gustavo Rojas Pinilla, quien no viajó debido a la crítica situación que enfrentaba su gobierno por la oposición civil que precipitó su caída el año siguiente.
Aunque en el último tercio del siglo América Latina experimentó una transición a la democracia, los riesgos de un retroceso nunca estuvieron ausentes y se materializaron varias veces en las décadas recientes, a pesar del compromiso con los principios democráticos que el hemisferio adquirió al crear la Organización de Estados Americanos (OEA) en 1948.
La fragilidad democrática fue puesta en evidencia por el golpe de estado contra el presidente Jean-Bertrand Aristide de Haití, en 1991; el autogolpe de Alberto Fujimori en Perú, 1992, el cual depuso al presidente Manuel Zelaya en Honduras, 2009; los intentos de golpe en Ecuador, Guatemala y Paraguay; y, más recientemente, las crisis democráticas en Nicaragua y Venezuela, situaciones ante las cuales la acción de la OEA fue lenta, ineficaz o, simplemente, irrelevante.
El papel de la OEA en la actual crisis venezolana ha sido especialmente deslucido, pues de nada han servido las decisiones de su Consejo Permanente contra el régimen de Nicolás Maduro, ni las declaraciones beligerantes de su secretario general, Luis Almagro, ni las del puñado de miembros de la Organización que formaron el Grupo de Lima para lograr un cambio de gobierno en Caracas. En lugar de ello, presenciamos la coexistencia de dos gobiernos: uno calificado de ilegítimo por una parte de la población local y de la comunidad internacional, y otro que reclama el título constitucional, pero no controla el territorio ni la administración.
El papel de la OEA en la
actual crisis venezolana ha sido especialmente deslucido, pues de nada han servido las decisiones de su Consejo Permanente contra el régimen de Nicolás Maduro
Mandato incumplido
Es fácil atribuirle a la OEA una responsabilidad en los conflictos no resueltos y los atentados antidemocráticos en América Latina, porque es la entidad encargada, en el papel, de velar por la paz y la democracia en la región. Pero una cosa es lo que dicen los instrumentos jurídicos adoptados por sus miembros para que la OEA cumpla esas funciones y otra es la realidad institucional, política y cultural, en cuyo ámbito ella actúa.
La creación de la OEA fue promovida por los gobiernos latinoamericanos desde la Conferencia Panamericana de Montevideo en 1933, donde la idea fue impulsada por la delegación colombiana, que encabezaba el futuro presidente Alfonso López Pumarejo.
Esta halló el respaldo de Estados Unidos, que precisamente en esa asamblea proclamó la política de Buena Vecindad que el presidente Franklin Delano Roosevelt adoptó tras asumir el poder ese mismo año, dejando atrás el intervencionismo de Washington en América Latina.
Con los auspicios de la nueva política estadounidense, el proyecto avanzó en la Conferencia Panamericana de Buenos Aires en 1936, instalada por el propio Roosevelt.
En la octava conferencia, celebrada en Lima en 1938, se definieron las bases del pacto constitutivo del Sistema Interamericano, que 21 países del hemisferio firmaron diez años después en Bogotá.
La Organización reemplazó a la Unión Panamericana, que, a su vez, había sustituido a la Oficina Comercial de las Repúblicas Americanas, creada por el gobierno estadounidense, en 1890, para intercambiar información económica entre los gobiernos del continente. Esta era una entidad dependiente del tesoro de Washington y dirigida por un estadounidense.
Su conversión en la OEA transformó lo que había sido un club de embajadores latinoamericanos en Washington, que se reunían una vez al mes con el Secretario de Estado en una Asociación de Naciones basada en un pacto regional independiente del sistema de las Naciones Unidas, por lo cual no estaba cobijada por la norma sobre el poder de veto que los vencedores de la Segunda Guerra Mundial incorporaron a la carta de la ONU.
Pero los vaivenes políticos mundiales y la preponderancia de Estados Unidos impidieron realizar el sueño latinoamericano de una Organización verdaderamente autónoma. Ese sueño pareció realizarse en 1945, cuando se celebró en Nueva York la Conferencia de las Naciones Unidas y los gobiernos de la región libraron con éxito una batalla jurídica para asegurar que la Unión Panamericana no quedara sometida a la autoridad de la ONU. Pero después no pudieron impedir que fuera sometida a otro imperio.
Pecado original
La mejor definición de la OEA es la que Alberto Lleras Camargo articuló en 1954, al retirarse del cargo de secretario general de la Organización, cuando dijo que esta “no es buena ni mala en sí misma, como no lo es ninguna organización internacional. Es lo que los gobiernos miembros quieren que sea y no otra cosa”.
El expresidente colombiano sintetizó así lo que podría llamarse el pecado original de la entidad, concebida como una asociación de estados jurídicamente iguales, pero condenada a vivir bajo el dominio de su principal miembro y a actuar según la regla de un imposible consenso. Parafraseando a Lleras, se puede afirmar que, a lo largo de sus 71 años, la OEA solo ha sido lo que Estados Unidos quiere que sea.
Es muy significativo que Lleras se retiró cuando el gobierno estadounidense, presidido por el general Dwight Eisenhower, abandonaba el compromiso de la no intervención con el pretexto de la lucha anticomunista y preparaba el derrocamiento del presidente de Guatemala, Jacobo Árbenz, enfrentado a un conflicto con la United Fruit Company.
Lleras pronunció su discurso el 4 de marzo de 1954 y el 27 de junio siguiente Árbenz fue depuesto en un golpe de estado organizado y apoyado por la CIA.
Desde el principio, la Organización estuvo marcada por la asimetría de poder entre Estados Unidos y el resto de los países del hemisferio, la cual determinó que quedara sujeta a las limitaciones impuestas por la Guerra Fría.
En consecuencia, acompañó a Estados Unidos aun en las situaciones en las que este país violó el principio de la no intervención que Roosevelt había prometido cumplir.
Así ocurrió en el mencionado golpe de estado contra Árbenz en 1954, en la invasión de exiliados cubanos a la Bahía de Cochinos de Cuba, 1962, con el apoyo de Estados Unidos, y en 1965 en la República Dominicana, cuando los marines estadounidenses ocuparon el país para combatir al movimiento encabezado por el coronel Francisco Caamaño con el fin de restaurar al presidente Juan Bosch, derrocado por un golpe de estado en 1963.
Después vinieron las intervenciones de 1989 en Panamá, para derrocar al dictador Manuel Antonio Noriega, y de 2003 en Granada, para poner fin al gobierno de Hudson Austin, acusado de alinearse con Cuba y la Unión Soviética.
Defensa de la democracia
Respecto a la democracia, la OEA dio un paso importante en 1991 al adoptar la resolución que habilitó, por primera vez, la acción colectiva del sistema frente a la interrupción abrupta o irregular del proceso democrático en un país miembro.
Este fue el antecedente de la Carta Democrática Interamericana, adoptada en 2001, que contempla la suspensión de un país como miembro de la Organización en caso de ruptura del orden constitucional o de golpe de estado.
La Carta ha sido invocada más de diez veces, varias de ellas en forma preventiva. El único caso en el que se llegó a la suspensión del estado involucrado fue el de Honduras en 2009, cuando la OEA intentó con esta sanción, sin lograrlo, que el presidente Manuel Zelaya fuera restituido en su puesto, tras su derrocamiento por un golpe de estado.
El caso de Venezuela es distinto porque el gobierno de Nicolás Maduro se adelantó a su posible suspensión al notificar formalmente su decisión de retirar a su país de la Organización, con lo cual activó un mecanismo que debería hacer efectiva esa decisión el 27 de abril de 2019. Antes de cumplirse ese plazo, la OEA declaró ilegítimo al gobierno de Maduro, por lo cual el mecanismo quedó sin efecto. Tampoco está en juego la suspensión, pues lo que buscó el secretario Almagro al invocar la Carta Democrática y lo que decidió el Consejo Permanente de la OEA el 9 de abril pasado fue despojar al gobierno declarado ilegítimo de la silla que ocupa en la organización y asignarla al representante de Juan Guaidó.
La resolución del Consejo puede considerarse una victoria pírrica porque dejó fragmentada a la Organización y solo consiguió el resultado simbólico de reconocer al enviado de Guaidó como “representante de la Asamblea Nacional” de Venezuela, no del Estado venezolano. La votaron 18 de los 34 países miembros, nueve la rechazaron y siete se abstuvieron. La disputa que se buscó dirimir es la misma que se libra en Caracas por la silla presidencial, cuyo desenlace no depende de la OEA.
Como siempre, todo está en manos de Estados Unidos, que a pesar de sus amenazas de intervenir militarmente, no parece dispuesto a hacerlo. Es obvio que el Pentágono no considera a Venezuela igual a Granada o Panamá.
LEOPOLDO VILLAR BORDA
Para EL TIEMPO