La revuelta contra la superioridad moral
Una explicación habitual del ascenso de los demagogos de derecha en todo el mundo es que muchas personas se sienten “olvidadas” por la globalización, la tecnología, la desindustrialización, las instituciones pannacionales, etcétera. Piensan que las “élites liberales” las abandonaron, y por eso votan por extremistas que prometen “recuperar” sus países y “hacerlos grandes” otra vez.
Esta idea puede aplicarse a zonas decrépitas del este de Alemania, a los tristes viejos pueblos mineros del norte de Gran Bretaña o al ‘Cinturón Oxidado’ del Medio Oeste estadounidense. Pero no explica la gran cantidad de votantes populistas que son relativamente prósperos; personas que por lo general ya pasan de la mediana edad, y en su inmensa mayoría blancas. Aunque es posible que ellas también se sientan superadas por cambios que las desconciertan, como el ascenso de potencias no occidentales y la creciente prominencia de minorías en sus países.
Un ejemplo puede ser el éxito extraordinario de un nuevo partido de ultraderecha en Holanda. El Forum voor Democratie (Foro para la Democracia, FvD) ni siquiera existía hace tres años, pero obtuvo alrededor del 15 % de los votos en las recientes elecciones provinciales, lo que lo convirtió en una de las facciones más grandes de la cámara alta. Y las encuestas sugieren que pronto podría llegar a ser el mayor partido del país.
En comparación con la mayoría de los lugares, incluida Europa occidental, Holanda es extremadamente rica y, en general, bastante tranquila y pacífica. Habrá algunos votantes del FvD que se sientan relativamente marginados, pero muchos están en tan buena posición como el muy educado y urbano líder del partido, Thierry Baudet. Ni él ni muchos de sus seguidores más apasionados son provincianos descontentos; muchos se parecen a lo que en Estados Unidos llaman ‘frat boys’: miembros de una fraternidad estudiantil que celebran los privilegios de la riqueza y el estatus.
Baudet es un dandi de derecha, trajeado como un vendedor de autos antiguos. Su pensamiento está fuertemente influido por ideólogos de principios del siglo XX, preocupados por la decadencia de la civilización occidental y convencidos de que solo el liderazgo autoritario podría salvarla. Como Mussolini, Baudet cree en una “democracia directa” en la que la voz del pueblo se exprese en referendos.
En opinión de Baudet, los inmigrantes (especialmente los musulmanes) diluyen la pureza de las poblaciones nativas y debilitan las culturas occidentales con sus extrañas costumbres. Piensa que además la civilización europea enfrenta otra amenaza igual por parte de los “marxistas culturales”, a los que hay que purgar de escuelas e instituciones. Quiere proteger la identidad de su país sacandolo de la Unión Europea. Y como Trump, a quien admira, dice que el cambio climático es mentira.
¿Cómo es posible que esto atraiga a tanta gente en un país tan estable y próspero? Una posible respuesta la hallé no en Ámsterdam, sino en Londres, donde hace unas semanas me manifesté con cientos de miles de ciudadanos británicos contra el ‘brexit’.
Era aquella una multitud extremadamente civilizada, hasta podríamos decir distinguida, de la que emanaba un aire de superioridad moral. Flotaba en el ambiente un supuesto mayoritariamente tácito: que los partidarios del ‘brexit’ no solo están errados, sino que son intolerantes y xenófobos. Tal vez muchos de ellos sean así, y especialmente algunos de sus voceros. Pero puede que este supuesto de superioridad entre quienes se consideran progresistas ayude a explicar la popularidad de los agitadores de derecha.
Antes, los partidos de centroizquierda representaban los intereses económicos de la clase trabajadora industrial. Pero en las últimas décadas del siglo XX el foco de la izquierda se desplazó a la raza, el género y la ecología. El antirracismo, la defensa de la igualdad de derechos para las mujeres y las minorías sexuales, el interés por el planeta, todos ellos objetivos loables, inyectaron en el progresismo un fuerte sentido de superioridad moral: algo así como ‘sabemos lo que es mejor para la gente, y el que se nos oponga ha de ser estúpido o malvado’.
Es una actitud difícil de tolerar, especialmente cuando va acompañada de privilegios sociales y educativos, como suele ocurrir. En Holanda hay una larga tradición de moralidad en el gobierno, visible en los retratos que hizo Frans Hals de dignatarios holandeses del siglo XVII, con sus negros atuendos, sobrios pero caros. Unas figuras firmemente convencidas de que la superioridad innata de la moral protestante les daba el derecho a gobernar. Y algo de esta tradición hizo que los partidos liberales y socialdemócratas, en particular, se acostumbraron a proclamar que un buen ciudadano debe creer en la integración europea, acoger a “trabajadores invitados” y refugiados, comer y beber sano, y hacer todo lo posible para mitigar el cambio climático.
La reacción a esta clase de paternalismo, por más que en general fuera sensato y bienintencionado, llegó en la forma de un populismo petulante. Como un chico que se niega a comer espinaca precisamente porque su madre le dice que es bueno para la salud, los partidarios de Trump, del ‘brexit’ o de Baudet se mofan de la política moralista. Por eso a Nigel Farage (principal promotor del ‘brexit’) le gusta que lo fotografíen con un vaso lleno de cerveza y un cigarrillo encendido: si la élite moralista nos pide beber menos y dejar de fumar, pues venga otra copa y dame fuego.
Y esa rebelión personal pronto se traslada a la política. Si “ellos” nos dicen que lo mejor es quedarse en Europa, entonces nos vamos. Si dicen que hay que aceptar a los inmigrantes, los rechazamos. Si dicen que el cambio climático es una amenaza grave, lo negamos. Cualquier cosa, al parecer, es mejor que admitir que los expertos tienen razón. Es así en el país de Trump, y también en los apacibles y ricos Países Bajos.
IAN BURUMA
Analista internacional y autor de varios libros