Una defensa del vilipendiado nacionalismo
La ‘amenaza’ del nacionalismo parece estar por todas partes. Una ideología, descrita mayoritariamente en términos peyorativos, que hoy es sinónimo de xenofobia, populismo, autoritarismo y antiliberalismo.
De hecho, no hace mucho, el presidente francés, Emmanuel Macron, culpó al nacionalismo excesivo de avivar el fuego de la Primera Guerra Mundial, y advirtió con vehemencia de “viejos demonios” que amenazan con un retorno “al caos y a la muerte”.
Frente a esta retórica, es fácil suponer que el nacionalismo, en todas sus formas, debería ser relegado al basurero de la historia. Inclusive, los intelectuales han perdido la capacidad de mantener un debate matizado sobre las virtudes del nacionalismo, así como sobre sus vicios. Pero un libro reciente del historiador israelí Yuval Noah Harari ofrece una oportunidad para corregir este desequilibrio.
En ’21 lecciones para el siglo XXI’, Harari plantea un interrogante importante: ¿el nacionalismo puede abordar los problemas de un mundo globalizado, “o es una indulgencia escapista que puede condenar a la humanidad y a toda la biósfera al desastre?”.
La respuesta de Harari no sorprende; al enmarcar su discusión con una letanía de desafíos ecológicos, nucleares y tecnológicos, concluye que el nacionalismo solo conducirá a conflicto y desastre.
Sin embargo, el análisis de Harari está sesgado hacia cuestiones globales. El aire sucio cruza las fronteras nacionales, la guerra nuclear afectaría todo el planeta y la inteligencia artificial está cambiando y cambiará la vida de la gente en todo el mundo.
Pero existe otra manera de pensar el nacionalismo: en el contexto de desafíos que deben abordarse a nivel local y nacional –como la desigualdad económica, la inestabilidad política, los cismas sociales y la gobernabilidad débil–. Si Harari hubiera comenzado con una lista más acotada de problemas, su veredicto sobre el nacionalismo podría haber sido muy diferente.
El economista Thomas Piketty ha observado que el Estado-nación facilitó el desarrollo del ‘Estado social’: el sistema de servicios que fortalece la igualdad y mejora la calidad de vida. Para cualquiera que considere que los desafíos sociales, económicos y políticos necesitan un remedio urgente –como es mi caso–, tiene sentido revivir el sentimiento nacional para garantizar la cohesión social al servicio de un ‘Estado social’.
Conclusiones precipitadas
Pero aun si aceptamos la lista de Harari, sus conclusiones siguen siendo precipitadas. Por ejemplo, si bien a un líder le resultaría imposible confrontar en solitario un desastre ecológico regional o nuclear en solitario, una cooperación global efectiva depende de Estados individuales fuertes. Esto es especialmente válido ahora, cuando la efectividad de las instituciones globales nunca ha estado más en duda.
Obviamente, Harari tiene razón en un punto: ningún país puede enfrentar desafíos globales por sí solo. Pero sería equivocado concluir que los Estados individuales son redundantes. El hecho de que los países no sean lo suficientemente poderosos como para marcar una diferencia global no es prueba de que haya otras entidades políticas que puedan reemplazarlos.
Es justo decir que Harari sí reconoce el papel del nacionalismo en la gobernabilidad. Por ejemplo, escribe que sería un error suponer que un mundo sin nacionalismo automáticamente sería pacífico y liberal. Por el contrario, un mundo de esas características probablemente caería en un “caos tribal”.
Al comparar democracias estables y exitosas como Suecia, Alemania y Suiza, que “gozan de un sentido fuerte de nacionalidad”, con “países que carecen de lazos nacionales robustos”, entre ellos Afganistán, Somalia y la República Democrática del Congo, Harari llega a la conclusión de que el nacionalismo es un componente necesario de estabilidad política. En consecuencia, uno puede concluir que es demasiado peligroso deshacerse del nacionalismo así sin más. Como cualquier ideología política, el nacionalismo tiene muchas caras, algunas más feas que otras. La antiglobalización brutal es un excelente ejemplo. Los países que adoptan este tipo de nacionalismo agitan un conflicto innecesario y minan la posibilidad de una colaboración transnacional. Pero otras formas de nacionalismo que equilibran mejor lo local y lo global son beneficiosas y dignas de afirmación.
El nacionalismo no solo puede ayudar a fortificar los Estados que funcionan bien; también puede servir como una herramienta para fomentar la solidaridad en esfuerzos gubernamentales destinados a abordar desafíos sociales localizados, combatir las desigualdades sociales y económicas y ocuparse de los grupos sociales que han quedado rezagados. En este sentido, es mejor no abandonar el nacionalismo, sino más bien canalizar sus rasgos beneficiosos para recrear el Estado social.
Por supuesto, los críticos tienen razón cuando denuncian el chauvinismo y el odio. Pero rechazar sin más el nacionalismo no es lo correcto. Queda en los intelectuales reconocerlo y formular los argumentos que puedan ayudar a los gobiernos a lograr el equilibrio apropiado entre compromisos nacionales, regionales y globales.
YAEL TAMIR*
© Project Syndicate
Tel Aviv
* Yael Tamir, exministra de Educación de Israel y profesora de la escuela de gobierno Blavatnik en Oxford, y autora de ‘Liberal Nationalism’ y ‘Why Nationalism’.