Cuarentena con las ventanas selladas

María Isabel Nieto camina por su apartamento en busca de un lugar donde pueda recibir algo de sol. En sus manos tiene una botella de agua. Toma sorbo tras sorbo, tratando de calmar una sed que no cede con el paso de los días. La acompaña desde que todo esto empezó. Se acerca a una ventana, pone su mano como queriendo empujarla, y dice:
–Esa es otra cosa: en este apartamento las ventanas no se pueden abrir. ¡Es desesperante! Uno no tiene cómo respirar aire fresco.
Vive con su marido en la Trump Tower, en Nueva York, y en el famoso rascacielos todas las ventanas están selladas. Hay un sistema que recoge el aire y lo distribuye, cuenta María Isabel, y mueve la cámara de su celular para mostrar las rejillas por donde recibe aire “supuestamente puro”. Por momentos, durante la charla, guarda silencio y respira profundo. Todavía se siente cansada. Ese cansancio que fue precisamente el primero de todos sus síntomas.
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Apareció el pasado nueve de marzo. El día anterior, domingo, a ella y su esposo Jorge les dio por visitar el Metropolitan sin saber con qué exposición se iban a encontrar. Llevaban meses sin ir al museo y seguro había algo nuevo. Al día siguiente, en la oficina –María Isabel fue cónsul de Colombia en Nueva York y hoy es directora de estrategia para América Latina en una firma de abogados de Manhattan– se durmió sobre el escritorio. Es normal que a uno le dé un poco de sueño después de almuerzo, pensó, pero ese cansancio definitivamente no lo era. “¿Será que me estoy haciendo vieja?”, se preguntó. Para ese momento en Nueva York se hablaba poco del nuevo coronavirus. Miraban lo que estaba pasando en el mundo como algo lejano que nunca iban a vivir. Aunque María Isabel ya había comenzado a saludar con el codo y preparaba para unas semanas después un simulacro de aislamiento en su oficina, cuando empezaron a sentirse enfermos –ella y su esposo– no se le pasó por la cabeza algo llamado covid-19.
–Nunca lo pensé. Porque uno cree que eso es con el resto de la humanidad y no con uno. O quizás entré en negación. Solo recuerdo que le dije a Jorge: “Qué jartera, nos agarró una gripa”.
Muy pronto se dio cuenta de que no era una gripa cualquiera: al cansancio extremo se le sumó escalofrío, dolor de cabeza, un dolor en todo el cuerpo, en realidad, y no como el que había sentido otras veces: era algo nuevo y agobiante. A Jorge le dio dolor en el pecho. María Isabel creyó que estaba exagerando porque “los hombres siempre son más quejetas cuando se enferman”, pero el malestar aumentó. Del “nos agarró una gripa” pasaron entonces a “nos está dando una gripa la cosa más horrible”. Todavía no se les cruzaba la idea del covid-19.
–Quizá era porque no nos daba fiebre –dice María Isabel–. Yo hablaba con mis amigos y me decían que los síntomas eran fiebre, tos, sensación de no poder respirar. Creo que ese es uno de los aprendizajes más importantes de todo esto: hablamos con propiedad del tema, pero en realidad no sabemos nada.
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De la fiebre no podía estar segura: no tenía termómetro. Pasaba las noches bañada en sudor. La tos siempre fue suave, esporádica, como esa carraspera que da por una irritación de garganta, nada parecido a un ataque que la dejara sin aire.
Para el domingo los dolores de cabeza ya eran inaguantables. María Isabel sufre de migrañas, y entre sus medicamentos tenía Sevedol. Se tomó algunos que le aliviaron un poco, pero el dolor volvía y sentía que iba a estallar. Con su esposo decidieron llamar a un amigo médico colombiano, cardiólogo en Mount Sinai, y él les recomendó que fueran al hospital. Para ese momento los dolores de pecho de Jorge ya eran punzadas que lo hacían doblar. María Isabel lloraba de angustia. Fueron al centro de urgencias que queda en el barrio donde viven. Los recibieron enfermeras y médicos protegidos de arriba abajo, “como si fueran de la Nasa”, recuerda María Isabel. Les tomaron exámenes, verificaron que no tuvieran neumonía y les dijeron que fueran a guardarse en su casa.
–¿No es el coronavirus, cierto? –le preguntó al médico.
–No puedo decir que no lo sea –respondió.
–Pero si no tenemos fiebre, estamos oxigenando bien, la tensión está normal –insistió.
–Toca esperar el resultado.
Le angustiaba decirle la verdad, acostumbrada siempre a estar bien para no preocuparla. Logró callarlo un par de días, pero fue imposible seguir. Su madre le dijo: “¿Tienes el coronavirus, cierto?”
Y el resultado positivo llegó nueve días después. Hubo alguien que casi desde el principio le advirtió a María Isabel que lo que tenía podía ser covid-19: su mamá. Con 95 años, hablaba con su hija todos los días desde Bogotá y le decía que eso estaba muy largo y muy fuerte para ser una gripa normal. Cuando supo lo que tenía, María Isabel intentó ocultárselo. Le angustiaba decirle la verdad, acostumbrada siempre a estar bien para no preocuparla. Logró callarlo un par de días, pero fue imposible seguir. Su madre le dijo: “¿Tienes el coronavirus, cierto?”.
Pasó lo más duro
Con el diagnóstico, las cosas cambiaron en la mente de María Isabel. Estaba frente a algo desconocido. Aunque se sentía mejor que la primera semana, no sabía qué podía pasar. Dónde se había contagiado era algo que no tenía claro: había estado en el museo, en una reunión al día siguiente, a finales de febrero había viajado por asuntos de trabajo a Madrid, Londres y París. Imposible precisarlo. No pensó en la muerte, pero sí en la posibilidad de que ese ahogo que no desaparecía pudiera empeorar y terminara en un hospital, en cuidados intensivos, necesitando un respirador que posiblemente no iba a estar disponible. Siempre ha tenido buena salud, pero en el pasado fue fumadora –un paquete de cigarrillos diario– y eso la hacía dudar: qué tal que tuviera que ver con que la fatiga no se le quitara. También pensaba en su marido, de 62 años; en sus dos hijos, de 23 y 24, que se fueron a otras casas para no correr el riesgo de contagio. A pesar de todo intentaba que la angustia no la invadiera.
–En un momento me arrodillé y le di gracias a Dios. Dije: ya he pasado lo más duro. Mi cuerpo está combatiendo la infección. Mi cuerpo puede hacerlo.
María Isabel va a misa los domingos a la iglesia de San Patricio que queda cerca de su casa. Siempre le ha interesado desarrollar su espiritualidad, más que su religiosidad. Practica ‘chi kung’, no con la disciplina de su marido, que lo hace todas las mañanas, pero sí con frecuencia. Desde hace quince años tienen un maestro colombiano que los entrena, ahora a larga distancia, desde Manzanares, Caldas. En estos días de enfermedad, él los ha acompañado mucho. Les ha hecho limpieza de chakras, les ha dado oraciones especiales y les recomendó tomar un té con ajo y cebolla roja. María Isabel quiso hacerlo, pero no tenía cebolla roja. Buscó alternativas en internet y encontró un té que, además de cebolla (usó la blanca que tenía) y ajo, agregaba otros ingredientes, como canela y jengibre. Empezó a prepararlo y a tomarlo por litros y litros.
–Ese té nos paraba de la cama. No sé si era algo psicológico o qué, pero era impresionante. Tampoco supe si sabía rico o no, como no tenía gusto ni olfato.
Ese fue otro de los síntomas que apareció con los días. Tuviera o no la nariz congestionada, no olía nada. Es una de las características de este nuevo virus, según María Isabel: se va un síntoma, llega otro; se avanzan dos pasos, se retrocede uno. Un día se levantaba y se sentía mejor. De repente, en la tarde, surgía algo nuevo. Por eso ella dice que esta es “una enfermedad traicionera”. Cuando empiezan a desaparecer los síntomas más fuertes puede creerse que lo peor ha pasado. Y tal vez no. Pero no es que ella se haya sentido totalmente incapacitada durante todo este tiempo. A veces las fuerzas le alcanzaban para leer, para cocinar (así no tuviera hambre), aunque la verdad buscaba mantenerse en reposo y ayudarle a su cuerpo a sanar. Hace dos años le dio influenza y se dio cuenta de que el cuerpo necesita energía para mejorarse.
–Hay que descansar mucho. Dormir bien, comer bien. Sopas, verduras, caldos, frutas. Las cosas que daban las abuelas para curarse. Si hay algo mejor, que me lo cuenten.
Han pasado veinte días y María Isabel se levanta todavía un poco ahogada. Piensa que es normal: el nuevo coronavirus ataca los pulmones y puede que la fatiga le dure un tiempo más. Tanto ella como su esposo sienten que están mucho mejor, que ya vencieron al “bicho”, como le dicen. No se han hecho un nuevo examen para saber si el resultado es negativo. No han salido de casa ni pretenden hacerlo hasta que estén del todo bien. Algunos amigos han ido a dejarles en la puerta cosas que han necesitado, arroz, por ejemplo. Sus vecinos en la Torre Trump saben que tienen la infección. Un estricto protocolo les exigía avisar. Por instrucción de los administradores del edificio, no pueden salir. Para sacar la basura tienen que llamar a la portería. Alguien sube, les pone un bote grande frente a la puerta y ahí deben meter las bolsas rojas que les entregaron. Una mañana Jorge salió a botar la basura y el portero no había terminado de dejar la caneca: cuando lo vio cogió un ‘spray’ y lo roció completo. Luego salió corriendo.
–En este edificio tienen las oficinas los hijos de Donald Trump. Cuando los vecinos se enteraron de que estábamos enfermos, pensé que nos iban a mandar el Esmad gringo o algo así –dice María Isabel y se ríe.
Ella sabe que también es necesario ponerle buena cara a lo que ha vivido. Ha pasado una situación difícil, pero está agradecida. Porque pudo ser peor.
MARÍA PAULINA ORTIZ
Editora de Lecturas