La explosión de Chile: ¿cambio de modelo luego de tres décadas?
En 2019 celebramos el trigésimo aniversario de una serie de acontecimientos que marcaron un cambio importante en la política y la economía mundiales y latinoamericanas.
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Este noviembre se cumplirán treinta años de la caída del Muro de Berlín y del consecuente desplome de la Unión Soviética. Hace tres décadas, además, tuvo lugar la reunión de un grupo de economistas de América Latina con colegas estadounidenses en Washington, liderados por John Williamson, en donde nació el famoso Consenso de Washington.
Y a finales de 1989 se llevaron a cabo las elecciones presidenciales en Chile, con las cuales se materializó la transición hacia la democracia en ese país, con posterioridad al plebiscito de 1988, que puso fin a la dictadura del general Augusto Pinochet.
Augusto Pinochet, general y dictador chileno.
El mundo cambió en 1989. Se ha dicho que el siglo XX efectivamente terminó en 1989. Famoso fue el libro de Francis Fukuyama El fin de la historia, que se publicó en 1992 pero tuvo su origen en un artículo del autor con el mismo título aparecido en el verano de 1989, en el cual argumentó que la democracia liberal podía constituir “el punto final de la evolución ideológica de la humanidad… La forma final del gobierno humano”.
A pesar de los problemas sociales en muchos países, la desaparición del comunismo implicaba el triunfo de los ideales de libertad e igualdad, fundamentales en los sistemas democráticos de gobierno.
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En Colombia, 1989 fue tal vez el año de mayor crisis de violencia del siglo XX. He escuchado el comentario de que 1989 fue peor que 1948, cuando en el 9 de abril se llegó al clímax de la violencia política. Ahí está el libro en buena hora publicado por María Elvira Samper para comprobarlo.
Pero, también en Colombia, después de ese año espantoso comenzamos, en 1990, una nueva etapa de la vida colombiana signada por la Constitución de 1991, las reformas institucionales y económicas, la inserción del país en un mundo que se globalizaba aceleradamente y, de cierta manera, la derrota del narcoterrorismo, del desafío al Estado por los señores de la droga.
Pasaron veinte años en los que el mundo no vivió propiamente en el paraíso soñado por Fukuyama, pero durante los cuales el orden liberal vigente en Occidente se amplió a los países de Europa del Este y la economía mundial se expandió, movida además por el ascenso de China.
Pese a que el presidente de Chile, Sebastián Piñera, anunció medidas, los chilenos siguen manifestándose.
Elvis Gonzalez / Efe
En Europa, en 1992, un buen número de países miembros de la Unión Europea adoptaron el euro como moneda común, aunque el Reino Unido, entre otros Estados, no cedió su soberanía monetaria.
En 1997 estalló la crisis económica en los países asiáticos, con repercusiones en todo el mundo emergente, Colombia incluida. En el fin del siglo nuestro país vivió la peor de las crisis del siglo XX.
Y en 2008 se desató una crisis económica internacional en Estados Unidos, cuando no se ponía en duda el éxito del capitalismo ni de la democracia. La Gran Recesión –como se denominó al suceso– irradió por todo el mundo con la consecuencia, en muchos países, de generar pérdidas en grupos sociales que habían alcanzado niveles altos de bienestar y calidad de vida.
La recuperación de la crisis ha sido lenta y frágil; no se volvió a la ‘normalidad’ del siglo XX. Con el agravante de que la debilidad económica y el incremento de la desigualdad incidieron sobre la política electoral, de tal manera que en 2016 se eligió al señor Trump en Estados Unidos y los pobladores del Reino Unido votaron a favor de salir de la Unión Europea en el plebiscito que se convocó para preguntarles si querían permanecer o no en Europa…
El presidente de Bolivia Evo Morales (centro).
Además de hacer frente a las turbulencias externas, América Latina vivió sus propios dramas en el curso de los treinta años. El más notable ha sido el colapso de la democracia y de la economía en Venezuela, cuya superación no se vislumbra por ninguna parte.
Hubo un giro hacia la izquierda en la primera década del siglo XXI. Brasil con Lula, Argentina con los Kirchner, Ecuador con Correa y Bolivia con Evo. Chile, Perú, Colombia y México (hasta hace un año), los países de la Alianza del Pacífico, sobresalían en la región como los bastiones de la democracia y del manejo ordenado de sus economías.
Con problemas, desde luego, como el de la corrupción, que tiene en problemas a tres expresidentes peruanos (otro se suicidó); el narcotráfico, que le acaba de propiciar un golpe fuerte al Estado mexicano, y la dependencia de los productos básicos –commodities– que implica ajustes dolorosos en situaciones de vacas flacas.
Chile era hasta el 18 de octubre pasado el país de mostrar en América Latina.
La economía exitosa, capaz de enfrentar épocas buenas y épocas malas. Con una infraestructura de transportes moderna, autopistas excelentes y el mejor metro de América Latina. Exportaciones relativamente diversificadas, no obstante el predominio del cobre. Un sistema de pensiones que sirvió de modelo a muchos países no solo en la región, sino del mundo desarrollado.
Pobreza monetaria
La tranquilidad de Santiago era envidiable para los visitantes del resto de América Latina. Con unos economistas de calidad internacional y una continuidad sorprendente en su política macroeconómica. Un poco arrogantes, es cierto: ellos eran los que verdaderamente sabían cómo hacer las cosas; los demás, no.
Y en este segundo gobierno de Sebastián Piñera, con un interés en enfocar mejor el gasto social y seguir luchando con una pobreza monetaria ya de por sí inferior al 10 por ciento de la población (en Colombia, el año pasado era 27). Incluso se nombró a un ministro con esa responsabilidad específica, lleno de buenas intenciones, que nos sorprendió muy favorablemente a quienes lo escuchamos en una charla en Santiago hace exactamente un año.
Sebastián Piñera, presidente de Chile.
Presidencia de Chile / AFP
Pues bien. Chile explotó. El gobierno de Piñera ha mostrado todas sus falencias en el manejo del estallido, cuyas proporciones eran inimaginables.
Las fotografías de la destrucción de las 70 estaciones del metro son comparables a las de los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial. Las de la manifestación del viernes pasado son abrumadoras. Sacar el ejército a las calles no era lo más indicado en Chile, por la memoria de su dictadura, y no hizo sino aumentar la rabia.
Y, como dice una buena amiga, la centralización responsabilizó al presidente Piñera del problema del metro, cuando en Bogotá eso le hubiera tocado al alcalde, al secretario de Movilidad o al gerente del metro. Piñera y su familia demostraron además su lejanía del ciudadano del común, y sus medidas carecen, por tanto, de credibilidad. Grave, muy grave.
Una pregunta que ronda en mi cabeza es si el camino que seguimos en estos países en los últimos treinta años –el paradigma, dirían los académicos– está llegando a su final porque, no obstante los avances que ha mostrado, como la reducción de la pobreza y la expansión de las clases medias, incrementó la distancia entre los pocos que tienen mucho y la mayoría de la población, que, aunque vive mejor que hace unos años, quiere tener una mejor calidad de vida y más riqueza.
¿Habrá que repensar el papel del Estado para generar más bienestar para todos? En otras palabras, ¿buscar un nuevo ‘estado de bienestar’ en América Latina?
Tengo que dejar para otro escrito el recuento del caso colombiano. Me parece pertinente, sin embargo, poner las preguntas anteriores sobre la mesa. Porque esa puede ser la lección para un país como Colombia, con todas sus peculiaridades, de lo que sucede en Chile. Y no está de más plantear el debate para que lo llevemos a cabo con altura y civilizadamente.
CARLOS CABALLERO ARGÁEZ
Especial para EL TIEMPO