Turquía y Siria: ‘La guerra no se compara con lo que estamos viviendo’
Lo primero que recuerda es que estaba soñando con unas vacaciones en un lugar que no reconocía, pero que le daba tranquilidad. Estaba rodeada de varios árboles. Unos muy altos. Y a lo lejos escuchaba una cascada. —“Shhhh… shhh… shhhh”— murmura con una voz que carraspea. Sentía cómo los pulmones se le llenaban de oxígeno. Estaba en paz.
Al rato, escuchó que alguien le gritaba algo. —“Yalla, Yalla (rápido, en árabe)—. Cuando volteó a ver qué era, sintió un peso fuerte sobre su cuerpo. Sus ojos se cerraron y todo se volvió oscuridad.
Se llama Ghada. Sobrevivió junto a uno de sus dos hijos; el otro murió bajo los escombros. Él estaba en la otra habitación de su casa cuando un terremoto de magnitud 7,7 se registró en la madrugada del lunes en la frontera entre Turquía y Siria. Se salvaron de milagro. Apenas la mujer volvió a abrir los ojos, sintió una punzada en su cabeza. Tenía abrazado a su otro hijo. Estaban boca abajo y un muro los aplastaba.
“No sabía si estaba muerta. Y si lo estaba, solo pensaba que era el peor sufrimiento”, narra. Hablamos por celular, pero la comunicación es lenta. Ella está en una especie de carpa improvisada, con la cara vendada. Desde que se registró la tragedia, las líneas móviles y el internet están mucho más restringidos, casi nulos.
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Su hogar en Alepo, la segunda ciudad más poblada de Siria, quedó destruido. “Tenía sed y mi brazo quedó entre el muro y la cabeza de mi hijo. Yo solo buscaba sentir sus suspiros sobre mi mano, porque podía saber si aún seguía con vida”, cuenta.
Ese momento fue similar al que se viralizó en redes sociales esta semana y que mostraba a una niña de 7 años protegiendo a su hermana menor. “Sácame de estos escombros, señor, y haré lo que quieras, seré tu sirvienta”, le dijo al rescatista que las estaba ayudando. Duraron más de 30 horas bajo las ruinas de su casa. Ambas sobrevivieron.
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Pero sobrevivir en este lugar es un acto de fe. Es gritar en silencio. Es llorar y no tener más lágrimas para hacerlo. Es acostumbrarse a ver la sombra de la muerte merodeando. Es convertirse en mártir sin pedirlo. Es estar condenado a deambular en una pesadilla. Es una realidad inscrita en el imaginario de sus jóvenes.
Cuando ellos creían que había una pequeña luz porque veían que las calles en las que jugaron cuando eran niños y por las que corrieron para ocultarse de misiles, y los edificios que vieron caerse y que callaron las voces de cientos de sus amigos, se comenzaban a reconstruir, llegó otra bomba inevitable.
“Doce años de guerra no se comparan con la devastación que estamos viviendo. Es algo catastrófico. Lo que la guerra no pudo hacer, lo ha hecho la naturaleza”, explica agitado Mahmoud Othman, de 24 años, en diálogo con este diario.
“Hay total destrucción en Alepo, Jableh, Idlib y Hama” —cuenta— “A las 4:15 a. m. del lunes nos despertamos y todo se movía. Había un sonido aterrador. Unos pudieron evacuar, pero otros no tuvieron tiempo de hacerlo. Sentimos que era el fin. Tenía miedo a morir y miedo de salir corriendo y dejar a mi madre y a mi padre, que no pueden correr como yo porque ya son viejos. No quería volver al dolor de perder a los que más quiero”.
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Lo que la guerra no pudo hacer, lo ha hecho la naturaleza
Durante ese primer terremoto, el joven se abrazó con sus padres y esperó a que pasara. Después evacuaron. “Cuando el sol se asomó, se vio la dimensión de lo que había ocurrido. Muchas casas se habían desplomado y familias enteras murieron ese fatídico día”, describe.
Mahmoud y su familia no regresaron a su casa. Cada hora se sumía entre los gritos de personas buscando a sus seres queridos y miraban al cielo cuestionando el desastre y el sonido de los edificios desplomándose.
“Hacia la una de la tarde, volvió a temblar. Y todo se complicó. Un familiar murió con su esposa y sus cinco hijos tras pasar más de 30 horas bajo los escombros”, cuenta la escena dantesca que se volvió más caótica con el frío gélido que hacía.
Cada rescate, un milagro
Las primeras 72 horas son claves para los rescates. Por eso, cada vez que sucede se celebra como si fuera el triunfo de un Mundial de fútbol. Es el festejo por el máximo premio de la humanidad: la vida.
Así pasó cuando sacaron a Ghada y a su hijo, y al niño sirio que con una sonrisa les mostró a los rescatistas que respiraba, y a la niña de saco azul que tenía medio cuerpo enterrado, y a los hermanos que duraron tres días en medio de andamios, y a la familia de cinco personas que fue rescatada con vida después de estar 129 horas bajo los escombros, y a la bebé que nació justo después del desastre: sus padres, cuatro hermanos y una tía murieron; ella estaba cubierta de polvo y con el cordón umbilical intacto. “Es un milagro”, dijeron los que la vieron.
Y es que cada vida salvada podría considerarse un milagro. Así lo piensa un hombre de 42 años en Adana (Turquía) cuando se refiere a la historia de su sobrino: “Fue el único que se salvó. Le cortaron una pierna. Salió de los escombros en Diyarbakir. Tiene 26 años. Sigue en cuidados intensivos. Está luchando por su vida”.
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Esa última frase también la repite Emir, un turco de 34 años que estuvo en Kahramanmaras, devastada por los terremotos. “La situación es terrible. Yo estaba en un primer piso y todo se vino abajo con el segundo terremoto. Pensé que ya había parado todo, pero no fue así. Durante los primeros días, escuché voces a lo lejos en medio de las ruinas. La última vez antes de salir de allí, dejé de oírlas”.
Esa ciudad junto con Gaziantep, Antioquía, Hatay y Adiyaman —donde murió la colombiana Johanna Carolina Millán, quien era guía turística y se encontraba en el hotel Isias— están destruidas. Son poblaciones pequeñas y sus edificios antiguos están desplomados o, en su mayoría, averiados.
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“Se necesitan cobijas, fuentes de energía eléctrica y más elementos para que subsistan quienes sobrevivieron y lo perdieron todo”, dice Ahmet, quien tiene familia en Hatay. “No se están contando a todos los muertos que hay, mucho menos los que no se han podido identificar” —asegura mientras se le quiebra la voz y suspira—.
“A este gobierno le falta ayudar más y volcar la vista hacia este lado del país, porque no lo está haciendo”. Algo en lo que coincide el hombre de Adana: “A ellos no les está importando esta gente”.
El grito también se siente desde el otro lado de la frontera, en Siria: “Espero que los países occidentales detengan su asedio contra nosotros”, exclama un hombre residente en Alepo, mientras observa a un grupo de rescatistas. Muy cerca está otra mujer que asegura: “No sé a dónde ir ahora con mis hijos. Ahora vivimos en la calle y somos personas con discapacidad. Nadie nos ayuda”.
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Casi una semana después, las posibilidades de encontrar personas con vida son casi nulas. Ahora la preocupación está en atender la crisis humanitaria que se creó sobre otra que ya existía en estos lugares. Millones de personas necesitan ayuda y buscan regresar a ese momento en el que por fin veían que una solución se asomaba. Quieren salir del bucle de caos en el que han estado, “una luz nueva”, como dice Ghada, y que los niños y niñas, muchos huérfanos ahora, conozcan la cara de una vida que los mayores no pudieron tener.
Una crisis humanitaria
Los últimos reportes dicen que más de 25.000 personas murieron tras los terremotos. Además, según la ONU, al menos 870.000 personas necesitan comida de forma urgente y en Siria, 5,3 millones de personas están sin hogar. La Organización Mundial para la Salud dijo que en total unos 26 millones de personas se vieron afectadas.
Este sábado, el Gobierno sirio autorizó la distribución de ayuda internacional en el noroeste del país, pero bajo la supervisión de la Cruz Roja. Y, por primera vez en 35 años, se abrió un paso fronterizo entre Turquía y Armenia para permitir la asistencia.
DAVID ALEJANDRO LÓPEZ BERMÚDEZ
PERIODISTA REPORTAJES MULTIMEDIA
EL TIEMPO
En Twitter: @lopez03david
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