Berlín: 30 años sin el Muro
Hace treinta años, el 9 de noviembre de 1989, se desactivó la bomba de tiempo que durante varias décadas amenazó con precipitar al mundo a la peor catástrofe de su historia. Con la caída del muro de Berlín desapareció el escenario en el que Estados Unidos y la Unión Soviética se mostraron los dientes más de cerca durante la Guerra Fría.
El momento más tenso de aquel enfrentamiento ocurrió el 27 de octubre de 1961, cuando tanques estadounidenses y soviéticos permanecieron una noche enfrentados en el checkpoint Charlie, uno de los pasos fronterizos del Muro. Fue un momento comparable al que se vivió en octubre de 1962 durante la crisis de los misiles soviéticos en Cuba, cuando varios destructores estadounidenses rodearon un submarino soviético en proximidades de la isla.
La caída del muro de Berlín puso fin a la división del territorio alemán impuesta por las potencias vencedoras en la Segunda Guerra Mundial (Estados Unidos, la Unión Soviética, Gran Bretaña y Francia) tras la rendición del Tercer Reich en 1945.
El reparto, en el cual se establecieron cuatro zonas de ocupación, fue acordado por Harry Truman, José Stalin y Winston Churchill en septiembre de 1944, cuando los ejércitos aliados avanzaban hacia la victoria, y ratificado en julio de 1945 con la inclusión de Francia como la cuarta potencia de ocupación.
Las zonas de los aliados occidentales se unificaron después para constituir la República Federal Alemana (RFA) con su capital en Bonn, y en la soviética se fundó la República Democrática Alemana (RDA) con su capital en Berlín.
La histórica ciudad quedó encerrada en el territorio asignado a los soviéticos y también dividida en cuatro zonas. Así, el país quedó partido en dos y Berlín, como un queso.
Los soviéticos ocuparon el sector más importante de la ciudad por haber sido los primeros en llegar con su ejército al principal bastión del nazismo.
La fotografía de un soldado soviético enarbolando la bandera de la hoz y el martillo sobre el Reichstag, símbolo del poder alemán, se convirtió en el testimonio más emblemático de su entrada triunfal a la ciudad.
Dos mundos y un pasado
Desde el comienzo se marcó una diferencia entre las dos partes del país ocupado. Mientras que Alemania Occidental disfrutaba de la democracia que el país solo había conocido antes en los 15 años que duró la República de Weimar, Alemania Oriental pasó de la dictadura nazi a la del proletariado sin solución de continuidad.
Pero en ambas quedaron las huellas de Hitler. Las manifestaciones neonazis que ocurren esporádicamente en las ciudades alemanas muestran que aún hay gentes nostálgicas de su dictadura, aunque frente a ella hay millones que no olvidan la cara oscura del nazismo. Un ejemplo es Herr Anton Huber, un pensionado alemán cuya vida conocí de cerca porque fue vecino de mi hija Patricia, quien vive en Baviera.
Huber tenía 9 años cuando comenzó la Segunda Guerra Mundial y desde los diez fue incorporado a las Juventudes Hitlerianas, como todos los niños alemanes. Nació en Oberhaching y creció en Furth, dos pueblos cercanos a Múnich.
Vivía con su mamá, quien trabajaba en la casa de una señora nazi que tenía una amiga “más nazi que ella”, la cual servía en el campo de concentración de Dachau. Huber saludaba a la señora de la casa a la manera bávara: “Gruss Gott!” (¡Salud!), y ella le gritaba: “Heil Hitler!”.
Huber debía ir semanalmente con sus compañeros de curso al Appell (llamamiento), donde se los instruía en la doctrina nazi. “Ágil como un galgo, resistente como el cuero y dura como el acero de Krupp”, así debía ser la juventud alemana, según les enseñaba el Hitlerführer del colegio.
En 1943, la clase fue trasladada a Bad Reichenhall, cerca de la frontera con Austria, donde continuó el estudio alternado con entrenamiento militar. La SS (la fuerza paramilitar nazi) llevaba a los jóvenes a los lugares de los bombardeos para que marcharan entre las llamas. A medida que crecía, Huber se volvió rebelde, y su rebeldía se manifestó en la clase, por lo cual se ganó una golpiza del profesor, “que medía dos metros”.
Después de la guerra Huber ingresó a una fábrica de pinturas en Múnich, en la que trabajó durante 40 años. Jugaba en un equipo de fútbol y tuvo encuentros con equipos del lado oriental. También participó en intercambios familiares.
Tras jubilarse se asentó en Oberhaching, un suburbio de Múnich. Nunca olvidó el enojo que sintió hacia las tropas de ocupación por el control que ejercieron sobre su país. Por eso celebró con la gran mayoría de sus compatriotas la caída del Muro, el final de la ocupación y la reunificación alemana.
Fragmento del muro de Berlín expuesto en el parque de atracciones de Isla Mágica (Sevilla).
La herida del Muro
Con un sistema político distinto, una economía distinta, una moneda distinta, las dos Alemanias tuvieron un desarrollo desigual. La Occidental prosperó con el impulso de las grandes inversiones del Plan Marshall, mientras que la Oriental no le pudo llevar el paso. La diferencia generó un éxodo de la RDA que se agudizó a medida que se deshacía la alianza vencedora sobre el nazismo.
La brecha se protocolizó en Berlín cuando el Gobierno oriental cerró la frontera el 24 de junio de 1948 y Estados Unidos y sus aliados establecieron un puente aéreo para abastecer la ciudad. La emigración llegó a más de dos millones y medio de personas entre 1949 y 1961.
Para frenarla, el 12 de agosto de 1961 la RDA cerró los pasos a lo largo de la línea divisoria, y al día siguiente se levantaron las primeras alambradas, reemplazadas después por un muro de hormigón y piedra de 145 kilómetros.
Calles, plazas, parques y viviendas fueron separadas de un día para otro. El sistema de transporte subterráneo quedó partido en dos. Un muro subterráneo separó las líneas, de modo que para viajar de un lado al otro había que bajar del tren, pasar por un puesto de control y dar un rodeo para continuar la ruta al otro lado. Lo mismo ocurría en la superficie.
Para ir de Berlín occidental a una dirección situada a poca distancia en Berlín oriental había que dar una vuelta a lo largo del Muro para ingresar por el puesto de control permitido. Algo semejante pasaba con las comunicaciones: una llamada telefónica de un lado al otro de la ciudad era considerada de larga distancia y debía pasar por el control de un operador.
Los viajeros que reposten en la estación de servicio de Zuasti (Navarra) podrán contemplar un fragmento del muro de Berlín.
Al ingresar a la parte oriental de Berlín impresionaba el contraste con la urbe ostentosa, exuberante y bulliciosa que se dejaba atrás. Al contrario de las modernas construcciones y los lujosos almacenes de Berlín occidental, el sector oriental lucía viejo, desteñido y pobre.
En los muros que se salvaron de los últimos bombardeos de 1945 podían verse los huecos de las balas, dejados al descubierto por las autoridades soviéticas como recordatorio de la guerra. En ellos se repetía una y otra vez esta inscripción: ‘Aquí cayeron las bombas de los americanos y los británicos’.
Todo Berlín oriental era un museo. Era la parte más rica en historia, el corazón del país desde los tiempos de Federico II. El palacio imperial no fue reconstruido, pero sí otros edificios de larga tradición como la catedral, la Ópera Estatal, la Galería Nacional y el conjunto de la isla de los museos con sus enormes colecciones.
Estos lugares de alta cultura eran accesibles a muy bajo precio, dada la diferencia entre las monedas de ambos lados, pero, en contrapartida, los habitantes de la parte oriental solo disponían de una televisión aburrida, llena de propaganda oficial.
La reunificación
Atada a la rivalidad entre Estados Unidos y la Unión Soviética, la situación de Alemania durante la ocupación evolucionó al vaivén de la política internacional.
Cuando el costo de la carrera armamentista nuclear y el surgimiento de China en el escenario mundial llevaron a las dos superpotencias a disminuir tensiones y llegar a acuerdos como los tratados de interdicción y no proliferación de armas nucleares en 1968, la distensión también se abrió paso en Alemania.
En 1969, al llegar Willy Brandt al poder en Alemania Occidental, los acercamientos se intensificaron con la adopción de la Ost-politik, o sea, la apertura hacia Alemania Oriental y todo el bloque comunista. Y cuando Mijaíl Gorbachov, el último gobernante de la Unión Soviética, puso en marcha en 1985 la perestroika y la glásnost para introducir la democracia y la economía de mercado en la gran potencia comunista, el destino de la RDA quedó sellado.
Solo faltaba que los alemanes orientales “votaran con los pies”, como lo hicieron en el verano de 1989 al emprender un éxodo masivo hacia los países vecinos. Primero aprovecharon que el Gobierno húngaro desmanteló las alambradas de sus fronteras con Austria para salir por Hungría. Otros se asilaron en la embajada de la RFA en Praga para seguir a Occidente.
Entre tanto, multitudinarias manifestaciones contra el gobierno de Berlín se tomaron las calles de Leipzig y Dresde. Todo esto precipitó la caída de Erich Honecker, el último presidente de la RDA.
La disolución de Alemania Oriental fue sorprendente por lo rápida y pacífica. Solo unos días antes de su caída, en octubre de 1989, Honecker se había ufanado de la fortaleza de su régimen al conmemorar los cuarenta años de la RDA en un acto al que asistió Gorbachov.
Pero el gobierno de Berlín ya se estaba desintegrando. Lo que al principio había sido un reclamo de libertad se convirtió en un movimiento arrollador que culminó con la caída del Muro. Después vino la reunificación. Cuarenta y cinco años de separación no pudieron contra más de dos mil años de historia.
LEPOLDO VILLAR BORDA
Especial para EL TIEMPO