Las libertades de hoy no son las mismas de hace 200 años

Efemérides de cualquier tipo son ocasiones privilegiadas para recordar la historia, resignificar sus contenidos y repensar sus proyecciones. El 2019 que termina ha sido para Colombia el año para conmemorar el bicentenario de nuestra independencia de España y pensar, de nuevo, el proyecto de nación que desde entonces nos aúna.

Pero ese no es el único bicentenario que tendría algo que decirnos al repensar nuestra libertad. El 20 de febrero de 1819, el filósofo y escritor político francés Benjamin Constant (1767-1830), conocido por su famosa disputa con Kant en torno al derecho a mentir, pronunció en el Ateneo de París un célebre discurso que ha dado y sigue dando qué pensar a aquellos que creemos que la libertad siempre ha de ser pensada y repensada.

El título mismo ya pone a pensar a quienes tienen olfato filosófico: ‘Discurso sobre la libertad de los antiguos, comparada con la de los modernos’. Acaso la libertad –dirán algunos– ¿no es la misma hoy que ayer, en el mundo moderno que en el antiguo? Pues no parece. Las libertades –suenan mejor así: en plural– nunca han sido valoradas, apreciadas o exigidas en igual forma y con igual intensidad.

La libertad se desparrama por los laberintos de la historia y a veces cuesta trabajo encontrarla en medio de tantos recovecos.

Para los antiguos griegos y romanos, la libertad era algo esencialmente político: su lugar era la polis. Ella era el sujeto verdaderamente libre, y en ella la libertad se traducía, principalmente, en la tarea de atender colectivamente asuntos relacionados con la soberanía, como deliberar en la plaza pública sobre la guerra y la paz, celebrar alianzas con los extranjeros, votar leyes, pronunciar sentencias, controlar la gestión de los magistrados, hacerlos comparecer delante de todo el pueblo y acusarlos, ya sea para condenarlos o absolverlos. “Al mismo tiempo que los antiguos llamaban libertad a todo esto”, decía Constant, “admitían como compatible con esta libertad colectiva la sujeción completa del individuo a la autoridad del conjunto”.

Por el contrario, para los modernos, herederos optimistas de los ideales de la Revolución francesa, la libertad era algo que se ejercía y se poseía individualmente, y que se traducía principalmente en el derecho de cada individuo “a no estar sometido sino a las leyes, a dar su opinión, a escoger su industria y ejercerla, y a disponer de su propiedad, de abusar de ella incluso, a ir y venir sin requerir permiso y sin dar cuenta de sus motivos o de sus gestiones”.

De modo que antiguos y modernos entendían la libertad de diferentes maneras y también la vivían y la exigían de modos muy diversos.

Destinos emblemáticos de 2016 según Tripadvisor

La casilla 17 la ocupa una estructura ancestral. Se trata de la Acrópolis, en Atenas, Grecia. La construcción es uno de los últimos vestigios de la civilización de la Grecia antigua.

Foto:

Michael Caius / Tripadvisor

Pero tanto unos como otros la amaban y luchaban por ella, y ello por la sencilla razón de que lo primero que los seres humanos sentimos y pensamos acerca de la libertad son sus amenazas. Esta siempre nos parece que está o puede caer en peligro. Su realidad cotidiana dista mucho de la feliz existencia en el mundo de las ideas. Siempre ha sido lucha permanente, conquista inacabada, a la vez esquiva, escurridiza pero seductora.

Pero como la historia aún no ha terminado (al contrario de lo anunciado por el hegeliano Francis Fukuyama en 1992, con su libro The End of History and the Last Man), hoy somos testigos de diversos movimientos sociales y políticos, revueltas y protestas, en los que la gente reclama nuevas formas de libertad, no todas ellas coherentes y compatibles entre sí, pero todas ellas legítimas, dignas y respetables.

A comienzos del siglo XXI vivimos en medio de una especie de torre de Babel de las libertades. Estas se manifiestan de tal modo incomunicadas, desconectadas y alejadas entre sí que su reclamo constituye un confuso conglomerado de demandas difícilmente coherentes desde un mínimo horizonte de racionalidad ético-política.

En América Latina

Fijémonos solo en América Latina. Desde México y Haití hasta Chile, pasando por Centroamérica, Colombia, Venezuela y Ecuador, casi que no hay país que no viva complejas sacudidas sociales y políticas en las que la democracia, que se supone es la guardiana moderna de las libertades, termina siendo percibida como una especie de comodín utilizable y ajustable a cualquier fin, sea democrático o no.

Los que –con justicia– reclaman democracia en Brasil carecen de motivos, razones o sentimientos de solidaridad para creer que deban hacerlo también respecto de Cuba, Venezuela o Nicaragua. En nombre del pueblo se engaña y se maltrata al pueblo y a eso también lo llaman democracia.

Por otra parte, las protestas en Ecuador, Chile o Colombia, siendo muy diferentes entre sí porque obedecen a coyunturas nacionales históricamente muy complejas, son la expresión de un descontento generalizado con democracias formales en las que mucha gente, sobre todo muchos jóvenes, ya no se reconoce. De todas estas protestas, la más interesante parece ser la de Chile, un país en el que la protesta social, al contrario de lo que ocurre en Venezuela, va dirigida en contra de un sistema económico al que muchos consideran el más exitoso de toda América Latina. Eso, a mi juicio, representa una desafiante re-significación de la experiencia social de la libertad.

Protestas en Chile

Movilizaciones en contra del gobierno de Sebastián Piñera.

Foto:

Alberto Valdés/EFE

No creo que la mayoría de la gente que protesta en Chile quiera instaurar allá un sistema económico fracasado como el venezolano. Lo que expresan esas protestas, más bien, es que el desarrollo económico no está a la altura de sus expectativas, y que esos “excelentes” resultados, como la disminución de la pobreza y el crecimiento del producto interno bruto, constituyen éxitos aparentes porque siguen excluyendo a muchos que bien podrían ser incluidos.

De ser así, la protesta chilena estaría cargada de un hondo contenido ético-social. Se percibe allá, además, una cierta línea de continuidad que une el éxito económico de las tres últimas décadas con el régimen dictatorial de Pinochet, y por eso piden, más que un cambio radical del sistema económico, medidas de protección social más eficientes, y, sobre todo, una ruptura explícita con el orden constitucional vigente que proviene –así lo perciben los más jóvenes– de las ensangrentadas manos del dictador. Es en las expectativas no cumplidas donde muchos perciben nuevas formas de amenaza en contra de su libertad.

Es muy probable, por ejemplo, que esa sea la razón de por qué la única manera para que los estadounidenses no reelijan a Trump sea el difícil impeachment: si el populismo va acompañado de realizaciones concretas, como la disminución del desempleo y el crecimiento económico, los norteamericanos seguirán eligiendo presidentes indecentes pero efectivos.

Trump

A diferencia de las expectativas de libertad en la Europa posnapoleónica, donde libertad era sinónimo de libertades individuales (pensamiento, expresión, desplazamiento, emprendimiento económico), en la América Latina de hoy la gente quiere que la democracia corresponda a sus expectativas de crecimiento en el nivel de vida, vivienda, educación, diversión, transporte, etc. Como lo dijo el expresidente Lagos en reciente entrevista con relación a Chile: la gente ya no se conforma con una casa digna, exige que esta tenga parqueadero propio.

En Colombia, al igual que en muchos lugares, puede estar sucediendo algo similar: no basta con la extensión de la cobertura educativa o con hacer mejoras mediocres al sistema de transporte masivo –para no mencionar la incertidumbre y el temor con los que la clase media “no sabe” sobre el futuro de sus pensiones.

Por el contrario: la gente sabe, y lo sabe bien, que en un mundo globalizado en el que están viviendo no basta con un título académico de cuestionable calidad. Sus expectativas, que son muchas, se organizan alrededor de la demanda de educación de alta calidad, acompañada de posibilidades de movilidad internacional y muchos otros componentes que saben que están ahí, pero no les están llegando.

Las expectativas modelan las demandas de libertad en la era global. En ese mundo, las ideologías de izquierda y derecha languidecen y ceden su poder de movilización social a discursos populistas de todos los colores. La verdadera izquierda en Venezuela, a mi juicio, es la que resiste al tirano, y es, también, la gran aliada de la derecha en Colombia. En el futuro muchos ya no van a percibir que las amenazas en contra de su libertad provengan de las leyes que los afectan, y eso nos distanciará aún más de lo que Constant llamaba la libertad de los modernos.

Tampoco creerán que las mejores leyes sean las que más libertades les garanticen. Los mercados globales, y de ello el mercado financiero es el mejor exponente, se reinventan precisamente burlando las mejores leyes.

El populismo nunca se ha caracterizado por el respeto a la ley, a cambio de eso fomenta el crecimiento descontrolado de las expectativas y la constante promesa de su feliz cumplimiento. Las libertades políticas, que en la modernidad occidental han sido el criterio definitivo para evaluar la democracia, por lo menos en el nivel de la psicología de masas, bien podrían ser reemplazadas por el fomento de las expectativas.

Las grandes expectativas, que mueven mentes, voluntades y corazones, no parecen necesitar de un marco jurídico que les procure legitimidad. Eso lo saben los psicólogos del populismo y allí radica su potencial. Parodiando a Kant, uno podría decir que expectativas sin un marco jurídico que las limite son un peligro, y democracia sin equidad en el cumplimiento de las expectativas es tóxica. La gente parece comenzar a darse cuenta de eso. Hay épocas para exigir más libertades y épocas para exigir mejores libertades. Parece que estamos en esta última.

VICENTE DURÁN CASAS
@vicdurcas
Depto. de Filosofía de la Universidad Javeriana

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