Muere veterano colombiano de la guerra de Corea: este es su testimonio
(En julio del 2020 Bocas publicó esta entrevista al veterano colombiano de la guerra de Corea José Elio Arias Ospina, quien murió en las últimas horas. Esto es lo que nos contó de su vida hace dos años)
Hace 70 años, las tropas de Corea del Norte, con el respaldo de China y de la U.R.S.S., cruzaban el paralelo 38 e invadían a Corea del Sur, apoyada por Estados Unidos y sus aliados. José Elio Arias Ospina tenía 18 años y cumpliría los 19, embarcado, camino a la guerra, como parte del Batallón Colombia.
José Elio, de Armenia, Quindío, fue uno de los 5.400 combatientes colombianos, entre infantes y marinos, que tomaron parte en el conflicto asiático. Volvió enterito, cercano solo de corazón a la lista de las 163 bajas y, a pesar del paso del tiempo, conserva energías para recorrer de nuevo con la mente las trochas coreanas.
Antes de enfrentar al comunismo por encargo del presidente Laureano Gómez (a quien mucho ha admirado), combatía el fuego como bombero voluntario. Después de la guerra volvió a los uniformes: repitiendo como bombero y trabajando en el Ejército por un tiempo.
Fue, además, secretario de inspección de policía, inspector, secretario de juzgado y juez promiscuo municipal de Circasia. E hizo política con su padre, que lo salvó de terminar trabajando en el Servicio de Inteligencia Colombiana (SIC), creado por la dictadura de Rojas Pinilla.
Ya casado y con doce hijos, estudió arquitectura y se graduó en 1975. La ejerció por 45 años. Hoy, vive en Armenia, de donde solo lo ha sacado la guerra, y tiene 75 descendientes directos, entre hijos, nietos, biznietos y tataranietos.
Poco se ve con otros veteranos, por cosa de las distancias y de los calendarios, pero agradece que uno de ellos, Benjamín Herrera, hubiera tenido la idea de crear una asociación para proteger a los soldados del Eje Cafetero que fueron a Corea y respaldar a sus familias. Funvecorea sigue hoy en acción, dirigida por Diana García, hija de Luis Carlos García, compañero de armas de José.
Los dolores de la guerra no le son ajenos, pero los enfrenta con una afabilidad que bien le sienta a sus 88 años. Y mucho ayuda la paciencia de otra combatiente de la vida: Ana Josefa Sánchez, que hace 66 años comparte cama y recuerdos con él.
Hora de volver a la guerra con José Elio:
¿Cómo terminó usted de soldado?
Prestando el servicio. En mi época, cada año se organizaban dos contingentes y el primero fue a dar a la Escuela de Artillería de Bogotá. El mío, el segundo, a la de Caballería, en Usaquén. Después de jurar bandera me mandaron al Llano, a combatir lo que llamábamos la “chusma” liberal, que en ese entonces por lo menos tenía ideales políticos. Cuando el presidente Laureano Gómez acordó mandar soldados a Corea, me ofrecí como voluntario, como por aventura y para ganarme unos dolaritos.
Cuando el presidente Laureano Gómez acordó mandar soldados a Corea, me ofrecí como voluntario, como por aventura y para ganarme unos dolaritos
¿Sabía a lo que se exponía?
No. Éramos muchachos, estábamos convencidos de que cuando llegáramos a Corea ya habrían firmado la paz y la íbamos a pasar muy bien y a conocer mundo. Lejos estábamos de pensar que nos metíamos en la boca del lobo.
¿Dónde fue el entrenamiento?
En las colinas de Suba y por los lados de Caballería, marchando por toda parte. La base del Batallón Colombia era donde está la motorizada, en unos galpones donde dormíamos y comíamos en la Escuela de Infantería. Allí nos tomaron muestras de sangre y nos preguntaron la religión. Y de allí salimos numerados. Fui el soldado número 63.
¿Qué les decía la gente cuando sabían que iban a Corea?
Nosotros recibimos la bandera de guerra de manos del presidente e hicimos desfile en la Plaza de Bolívar. Ese día nos dieron unas pulseras niqueladas con los datos que nos habían tomado y unas insignias como de plata: una barrita con una rama de olivo que decía Batallón de Infantería No. 1 Colombia. Todo muy lindo, pero la gente era apática e incluso nos gritaban groserías y cosas como “¡aventureros!”.
¿Hubo mucha diferencia entre pelear en Colombia y el escenario coreano?
Aquí habíamos combatido en una guerra de guerrillas, muy diferente a la que vivimos allá. En Corea nos atacaban en hordas, por montones, y con un fanatismo extremo. Nosotros combatíamos con la idea de ganar la guerra, pero nuestro enemigo lo hacía pensando en que la muerte lo llevaría al Nirvana. Nos atacaban corriendo, en masa, sin importar los alambrados o las ametralladoras. Era una cosa suicida, en donde pasaban sobre sus propios muertos sin pensarlo.
¿Cómo resistían?
Era bien difícil, porque además las armas que usábamos no eran como las alemanas de aquellos años, que se refrigeraban con agua, sino con aire, de fabricación americana. Los cañones se calentaban tanto que había que cambiarlos, pero la cantidad de enemigos no daba tiempo de nada y a veces teníamos que retroceder para poner las armas en su punto y ellos ganaban terreno poniendo muertos y más muertos.
Además del fanatismo que usted menciona, ¿qué era lo más difícil de pelear en Corea?
Que uno a veces no sabía a ciencia cierta si el enemigo estaba cerca o lejos. Eran expertos en mimetizarse con el paisaje y, además, se enterraban en cuevas de varios pisos. Solo con candela, con lanzallamas, los sacábamos de esas madrigueras. Tenían métodos muy diferentes a los nuestros: mandaban mujeres a enfrentarnos, uniformadas como hombres. Cuando uno se daba cuenta de que había matado a una mujer era una cosa triste, uno sentía como ganas de revivirla.
¿Cómo fue su primer día en Corea?
Llegué en medio de un calor insoportable en junio 15, vía Hawái, al puerto de la actual ciudad de Busan, que entonces se llamaba Pusan, y que estaba repleta de refugiados que huían de la guerra. Olía maluco, a pescado por todas partes. No se podía ni caminar. Allí entrenamos varias semanas. Días muy largos y noches bien cortas.
¿Era complejo ese entrenamiento?
Mucho. Nos decían que sería tan, pero tan fuerte, que la guerra iba a ser para nosotros un descanso. Y eso se cumplió al pie de la letra. Nosotros servíamos al Comando de las Naciones Unidas en Corea, en la Vigesimocuarta División de Infantería de los Estados Unidos. Otros colombianos que llegaron después hicieron la guerra junto a la Séptima División. Éramos parte del Veintiún regimiento.
Muchos combates, muchas batallas, ¿pero tiene noción de su primera acción?
Así significativo, un patrullaje que, por ser 7 de agosto, en 1951, pidió el coronel Jaime Polanía Puyo, y en el que íbamos bajo el mando del capitán Álvaro Valencia Tovar. Ese día tuvimos tres bajas, si mal no recuerdo, entre ellos el soldado Lamus y el sargento Hurtado. Ahí nos ganamos el respeto de los gringos. Un mes después, estábamos en la primera línea del combate.
Eran expertos en mimetizarse con el paisaje y, además, se enterraban en cuevas de varios pisos. Solo con candela, con lanzallamas, los sacábamos de esas madrigueras
¿Qué recuerda de la manera en que pelean los soldados de los Estados Unidos?
La técnica que los respaldaba. Hacían, por ejemplo, carreteras de la nada y exprés, con maquinaria pesada de primera línea. A ellos nada les faltaba. Uno con ellos no necesitaba gastar, porque daban la ración R4, con dulces y galletas. Y recibíamos máquinas de afeitar y hasta loción. También un litro de whisky y 30 cervezas al mes, más Coca-Cola. De todo. Esos gringos empacan la comida para que dure muchos, muchos años, y las bodegas de sus barcos siempre tienen remanentes de otras guerras. Una vez me dieron un muslo de pollo y la fecha de empaque en la bolsa era 2 de junio de 1932, ¡el día en que nací!
¿La relación con los soldados norteamericanos era buena?
Sí, aprendieron a apreciarnos por la manera en que combatíamos. Pero tengo especial recuerdo de los etíopes, que disfrutaban mucho de nuestra música y, cuando hablaban despacio, algo les entendíamos. Claro que después del combate, con un poquito de trago y cinco centímetros de señas, todo el mundo se entiende.
Como dicen en los doblajes al español de las películas de guerra, ¿pudo fraternizar con alguien?
En Corea, no, porque allá estábamos alejados del personal femenino, pero había unos paseos a Japón, a Tokio, por una semana, y se pasaba bueno. En uno de esos viajes me hice amigo de un soldado norteamericano negro que hablaba español, y me ayudó a contratar una geisha.
¿Usted sabía hasta dónde llegar con una geisha?
Aprendí. Le hacían compañía a uno 24 horas por veinte dólares. Con ellas se iba al comercio, a hacer turismo, a recorrer las calles. Pero había que respetarlas, porque ellas eran intocables y las protegían unas normas estrictas en agradecimiento a que fueron vitales para mantener la economía después de la Segunda Guerra. Un día estábamos con ella y yo le dije al gringo, grosero que es uno, “¡esta es mucha hijueputa tan linda!”. Y como a ella le gustó la entonación, le preguntó a él qué quería decir y le dije que le explicara que hijueputa traducía bella, preciosa, exuberante. Me la tuve que aguantar 24 horas seguidas diciéndome “¡hijueputa, hijueputa, hijueputa!”.
¿Alguna vez volvió a verla?
Sí, meses después la onda de una explosión me sacudió. No me pasó nada, pero allá con esas cosas Sanidad era muy estricta y lo sacaban a uno del frente. Terminé otra vez en Tokio, sometido a chequeos. Salí bien de salud y me dieron una noche libre. Me fui a buscarla, y ya para ese entonces ella sabía un poquito de español y, cuando me vio, riéndose, me dijo: “Colombian soldier… ¡hijueputa, hijueputa, hijueputa!”.
De toda la gente que acompañó en batalla, ¿a cuál tiene en mente por su valor?
La lista es interminable. Me acuerdo de un teniente de apellidos Caicedo Ayerbe, nariñense, con gran bigote y fumador de pipa. Lo llamaban el ‘Tigre’, y como los ‘Tigres’ se conocía a su pelotón. Por las mañanas, él los saludaba a buen pulmón: “¡Buenos días, mis tigres!”, y ellos le contestaban con un gruñido. Los acompañé en varias ocasiones y allí conocí a un muchacho, cabo segundo, Nolasco Espinal, tremendamente valiente.
¿Qué episodio de coraje le tocó compartir con Espinel?
Me reservo el nombre, pero un capitán nuestro había mandado quitar los morteros de los flancos, dizque porque no lo dejaban dormir. Le decíamos el “Atleta”, pues durante la acción que le voy a contar salió corriendo. Tanto le perdimos el respeto, que lo terminaron mandando a Pusan a cuidar tulas. Nos dejó solos y sin morteros, el repliegue fue arduo, atacados por los chinos, y recuerdo que Nolasco cogió una ametralladora. Se paró y nos dijo que él cubría la retirada, y eso hizo. Estaba oscuro y era tan espeluznante la cosa que uno, antes de lanzar la bayoneta, tenía que decir “¿usted quién es?” y, dependiendo del idioma de la contestación, uno ensartaba o no. Nolasco nos salvó. Un tipo de un arrojo invaluable. Nunca dejó solo a nadie.
¿Cuándo tuvo por primera vez conciencia de que mató a alguien?
Eso no fue en Corea. Fue aquí, en el Llano. Uno, al principio, en combate, dispara y dispara y no sabe si mató a alguien. Hasta que por primera vez ve al enemigo que, escondido, va sacando la cabeza. Apunta y dispara. Uno está cumpliendo con su deber, pero no es fácil. Aquí fueron varios, pero prefiero no hacer cuentas, entre otras, porque en Corea fui lanzallamas y minador. Tuvo que ser mucha gente.
¿Cómo era eso de manejar lanzallamas?
Después del entrenamiento básico de seis semanas, ya en Corea, aprendí lanzallamas, trampas caza-bobos, minado y también el uso de una carabina de emboscada, tipo francotirador, muy pesada, con batería y mira infrarroja, que nos ayudaba a fijar los blancos. Muchas veces mi tarea era conducir a las patrullas, porque yo había puesto las minas y sabía dónde se podía pisar y dónde el mal paso era la muerte. Y cubrirlos con la carabina con la que se podía disparar a distancias de 800 metros, aunque yo prefería los 100 o 200 para no fallar.
Manipular minas no debe ser nada sencillo. ¿Sudó la gota fría?
Teníamos que sembrar las minas para cubrir nuestros movimientos y golpear al enemigo que nos seguía. Pero la experiencia fuerte con el minado no fue estando en guerra, sino mucho después. A mí me persiguió un sueño durante cincuenta años: que había asesinado a un niño y que me seguían para hacerme pagar por ese crimen. Una pesadilla que se repetía constantemente. Años después, leí en el periódico que habían construido una escuela cerca de un campo minado que no quedó registrado y que varios niños habían muerto. Uno no puede dejar de sentir culpa. Nosotros éramos muy rigurosos en levantar planos con coordenadas de los campos que dejábamos atrás, para que los ingenieros hicieran el desminado. Pero la guerra es la guerra y no todo pasa con el orden que uno quiere. Cerré el periódico y me fui a confesar, porque soy creyente. Desde ese día, el sueño desapareció para siempre.
A mí me persiguió un sueño durante cincuenta años: que había asesinado a un niño y que me seguían para hacerme pagar por ese crimen. Una pesadilla que se repetía constantemente
¿Conserva su uniforme?
No, cuando llegamos me lo quitaron. Recibimos una plata para un Everfit y 20 pesos para volver a casa. Me pude quedar con las botas gringas, finísimas, que me duraron toda la guerra. Solo me las quité durante los inviernos que pasamos, cuando usábamos unas botas diferentes, con fieltro. Fueron inviernos fuertes, con hasta 25 grados bajo cero. Uno escupía y llegaba un helado al otro lado. Las botas se las regalé a un familiar, porque después de la guerra seguían, como le digo, en perfecto estado.
¿Y tiene buen baúl de fotos y recuerdos?
Nada. Esa sí que es una historia triste. Después de la guerra, me conseguí un puesto en el Ejército, en Usaquén, pero me terminaron mandando a Barranquilla. Como contaba con poca plata, me levanté cupo en un avión de la FAC y les entregué mis corotos. A última hora recibieron órdenes de viajar a otra parte, porque había muerto el expresidente Alfonso López Pumarejo y había que traer sus restos de Londres. Todo fue un despelote, porque los cupos se necesitaban para una comisión de políticos, y mis cosas terminaron embolatadas. Me quedan 14 rollos de fotos, pero nunca los revelé y eso como que ya es muy complicado.
De todos los amigos que se hacen combatiendo, ¿a cuál le tuvo especial cariño?
En el Batallón Nueva Granada, en Armenia, íbamos a pasar una noche para luego ir en tren hasta Buenaventura y embarcarnos a Corea. Ese día pasé cerca del calabozo y oí que me llamaban por mi nombre. Era un soldado de Quimbaya, Delio Macías Zapata, que había entrado a pagar servicio conmigo en Caballería. Se había volado y estaba esperando un consejo de guerra. Me pidió que le dijera al coronel Polanía Puyo que él se regalaba para Corea. Le dije al coronel, que convenció al comandante del batallón y nos lo llevamos para una guerra de la que no volvería. Su muerte es una historia que no tiene mayor registro oficial, porque lo mató un compañero. Siempre me pregunto qué habría pasado si no voy a llevar la razón al coronel. Tal vez estaría vivo.
¿Cómo fue que terminó muerto a manos de otro soldado?
Delio y yo compartíamos carpa en un campamento de segunda línea. Y un día, chanceando, empujé a Delio, que fue a caer a la carpa de un soldado al que llamaban ‘Quaker’, porque le encantaba la avena. Salió a hijueputearnos, pero como pudimos lo calmamos y nos comprometimos a arreglarle la carpa con palitos que sacamos de la nuestra. Justo en ese momento, tenía cupo para el viaje a Tokio. Delio me había encargado un naipe muy famoso en esa época, que era con mujeres en posiciones sexuales, y que vendían en Japón. Y me fui con la tarea de conseguírselo.
¿Y alcanzó a entregárselo?
No. Al volver de Japón con las cartas preguntaba por Delio y nadie me daba razón. Que como que lo habían trasladado, que estaba haciendo un curso, que esto y que aquello. Todos con un cuento distinto. Al otro día, en la fila del desayuno, el sargento, que sabía de mi amistad con Delio, me dijo que lamentaba mucho la cosa y que ‘Quaker’ no había tenido la culpa. Al verme la cara de sorpresa, me explicó: dizque salieron a una marcha y a ‘Quaker’ se le cayó la carabina y se le habían disparado tres tiros que mataron accidentalmente a Delio. Un cuento que no se lo cree nadie.
¿Usted qué hizo?
Furioso, armado, me fui a buscarlo. Me dijeron que nadaba en el río Han. Estaba lejos y era difícil, pero apunté y le disparé. Fallé. Cuando se dio cuenta, comenzó a nadar río abajo y yo persiguiéndolo por la playa, pero llegó la guardia y me detuvieron. El coronel Polanía Puyo nos llamó al orden con dureza, nos sancionó con multas y nos hizo jurar que mientras vistiéramos el uniforme no íbamos a atacarnos.
¿Cumplió la promesa que le hizo al coronel Polanía?
Sí, señor, pero le dije a ‘Quaker’ que cuando nos encontráramos de civil, ese día o yo lo mataba o él me mataba. Cuando regresé a Colombia llegamos a la Escuela Militar y lo primero que hice al quitarme el uniforme fue ir a buscarlo. Me dijeron que ya se había ido. Nunca más lo vi.
¿Cómo fue su última misión importante?
Le voy a contar con poco detalle, porque no quiero, pasados tantos años, molestar a las familias de otros veteranos. Tuvimos una misión sangrienta, de la que nos retiramos dejando los cuerpos de varios amigos que murieron en el combate. Cinco nos ofrecimos de voluntarios para recuperar sus cadáveres y, después de hacerlo, terminaron condecorando a un oficial que no hizo nada, que se quedó lejos de la acción. Eso me ha lastimado toda la vida. No quisiera hablar más de ese episodio.
¿Qué tanto lo cambió la guerra?
Mucho. Hoy en día, los soldados cuentan con asesorías sicológicas y seguimientos profesionales, para enfrentar los efectos de la presión del combate. Cuando nosotros regresamos, nos largaron a las casas así como vinimos.
Se fue un José Elio y volvió otro…
Uno es el hombre que va a la guerra y otro el que regresa. Al principio, cuando me iba a tomar un trago, le pedía a la mesera que retirara los otros asientos. No me gustaba hablar con nadie. Se vuelve con una inestabilidad emocional que con el tiempo se aprende a dominar. La guerra carga las iras y acera el espíritu.
POR: GUSTAVO GÓMEZ CÓRDOBA
FOTOGRAFÍA: ALEXIS MÚNERA
REVISTA BOCAS
EDICIÓN 97. JULIO – AGOSTO DEL 2020