Fukuyama en la Javeriana: encantos y desencantos

EL TIEMPO, en su edición del 5 de febrero de este año, presentó la entrevista que un ilustre periodista hizo a Francis Fukuyama en la Universidad Javeriana. En la foto ilustrativa, Fukuyama sostiene su última producción El liberalismo y sus desencantos, título de rotundo contraste con el famoso de 1992 El final de la historia y el último hombre en que cantó la grandeza del capitalismo del final del milenio y profetizó lo que ya se sabía: que una tesis sin posible antítesis marcaría, sin más, el final de historia y el último hombre sobre el planeta.

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Hoy Fukuyama corrige su plana para anunciar los desencantos del sistema de economía y de sociedad, sea por la terrible “desigualdad producida”, sea por “el atrincheramiento de las derechas que no quieren renunciar a ninguno de sus privilegios”.

Tras la entrevista a Fukuyama en la Javeriana, dos ilustres economistas, en las páginas de EL TIEMPO, se declaran admirados de que la izquierda progresista pretenda ser contrapartida enfermiza de la economía de mercado que, por cierto, debe su rótulo de neoliberalismo a Fukuyama, cantor de sus glorias y mal profeta de sus alcances.

En verdad, la mundialización del modelo único de mercado tiende a la unificación de la humanidad en términos de productores y consumidores, vendedores y compradores, ahorristas y prestamistas, empresarios y trabajadores, dueños y usuarios, en una fraternidad universal sin fronteras que, como dijo Fukuyama, jamás logró sistema, cultura o religión alguna.

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Los libros de Fukuyama se han traducido a más de 20 idiomas. Ha recibido múltiples premios y siete doctorados ‘honoris causa’.

Foto:

Djurdja Padejski

¿Quién que quiera escapar a la satanización del modelo vigente de economía y sociedad dejará de reconocer los innegables aciertos y beneficios del modelo mismo? Los conglomerados humanos nacionales e internacionales fueron superando sus habituales comportamientos de islas cerradas y enfrentadas que producen todas lo mismo, consumen lo mismo, repiten los mismos procesos sin posibilidad de innovación, de crecimiento real y de expansión, de intercambio de visiones, de tecnología, de ahorro sustantivo en las fases mismas de producción.

El ocaso de la fragmentación es mérito de la globalización de los mercados, como se practica hoy a gran escala en la Unión Europea, en América del Norte y a escala casi inexistente en la Alianza de Libre Comercio de las Américas (Alca), en los tratados de libre comercio (TLC), en el Mercosur, en la Alianza Pacífico, en la débil Comunidad Andina de Naciones (CAN) y similares en el mundo.

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La competitividad real, la calidad y la excelencia de productos, bienes y servicios comenzaron a ser realidad a partir del desmonte de barreras comerciales y de aranceles con que se había castigado el producto o servicio extranjero; castigo que lo alejó y lo tornó no competitivo con el producto nacional, por lo general monopolizado, malo, escaso, caro, impuntual, ineficiente, negador de la libertad de elegir. Es una idea que ya habían precisado Milton y Rose Friedman en su libro Libertad de elegir.

El mercado, ligado antes en exceso al intercambio de productos perecederos, según la teoría de las ventajas comparativas, se amplió hacia el mercado de capitales, grandes inversiones transnacionales, transferencia de tecnología e información con que se innovó y se expandió la producción.

La lógica mercantil condujo a que para países pequeños
y pobres llegara
a resultar mejor comprar el producto, bien
o servicio antes
que producirlo.

Ello superó los ciclos insípidos del eterno retorno, por los que se compró lo que se consumió y se consumió lo que se compró, con claros indicios de pobreza no solo comercial, sino mental y espiritual.

Por lo demás, la reducción de las dimensiones del Estado y de su desaforado intervencionismo dio por resultado la desregulación de la economía controlada antes por el Estado centralista, alcabalero, burócrata e ineficiente y cedió el paso a la libre actuación de los particulares en una economía de mercado libre.

La privatización no es del todo ajena al legítimo derecho de los particulares y de los asociados para generar empresas productoras de riqueza, de bienes y de servicios que, en última instancia, crean crecimiento, desarrollo y superación de la pobreza.

El desmonte de las economías de beneficencia es, por lo demás, reclamo imperativo a la responsabilidad de quienes, por su atraso y su carencia, perpetúan su condición y posiblemente disfrazan su pereza con pretexto de pobreza y consiguiente reclamo de políticas de subsidios o de entera gratuidad, previsión social sin aportes previos del particular, vida a cargo del Estado, es decir, a costa de la eficiencia y de los exitosos resultados ajenos y sobrecargados. Además, por impuestos para políticas públicas.

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América Latina concentra un grupo de países marginados. Según la Base de Datos sobre la Desigualdad en el Mundo (WID.world), aquí el 10% más rico de la población acapara el 58% de la renta nacional.

Foto:

Fabio Motta / AFP

Pese a controversias acríticas acerca del modelo de economía y sociedad vigente, ¿quién puede ocultar la gravedad de sus efectos y la perturbación social que lo acompaña? Porque, en tanto que los países y conglomerados pobres abren de par en par sus puertas y sus puertos a la gran producción de servicios, bienes y capitales del mundo rico, estos imponen toda traba posible a la presencia real en sus mercados de los productos, bienes y servicios del inmenso mundo de países marginales, a quienes se advierte paradójicamente que su única posibilidad de supervivencia reside en el mercado internacional.

Así, nuestros países se ven inundados de productos extranjeros, entidades financieras y aseguradoras extranjeras, capitales extranjeros, educación extranjera, pauta televisiva extranjera, sin que se demuestre que haya contraprestaciones compensatorias reales en justicia y en equidad.

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El eterno ahogamiento de los países marginales por causa de la deuda externa conoce hoy nuevos agravamientos por fuerza de la presencia de capitales ‘golondrina’. Sin inversiones sólidas y duraderas en los países de acogida, que puedan garantizar impacto benéfico en la estructura económica y social, esos capitales tránsfugas vuelan, como las golondrinas, con jugosos intereses de un país necesitado a otro para perpetuar en todos el ciclo permanente de la usura y del tráfico transnacional.

Además, la rica, experimentada y bien subsidiada industria agrícola y ganadera de los países ricos no puede ser punto de referencia y equitativa competencia con los precarios sistemas de siembra, recolección, manufacturación y empaque en los conglomerados secularmente marginados.

Conglomerados humanos
fueron superando comportamientos
de islas cerradas,
que repiten los mismos procesos
sin posibilidad
de innovación.

La equidad de las dotaciones iniciales que aseguren una competencia justa en el plano de la agroindustria no puede suponerse entre ricos y pobres, pese a los descomunales esfuerzos que por tecnología, desarrollo de infraestructura y programas sanitarios y fitosanitarios se exige hoy a países y conglomerados marginales con toda la ingente inversión que ello supone.

La lógica mercantil condujo a que para países pequeños y pobres llegara a resultar mejor comprar el producto, bien o servicio antes que producirlo, con la consiguiente parálisis de los tímidos procesos de industria y de comercio, índices insoportables de desempleo y subempleo y empobrecimiento ulterior en que resulte peor la medicina mercantil que la congénita enfermedad del atraso y de la frustración.

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La ausencia de ocupación productiva en sus conglomerados de origen es causa del impresionante fenómeno del desplazamiento, de la emigración, del número descomunal de nómadas internacionales privados de patria y de cultura, de familia y de afecto.

Y si es verdad palmaria que no se puede repartir la pobreza y que es menester generar la riqueza antes de distribuirla, también es verdad rotunda que de la globalización, mundialización e internacionalización de las economías en el libre juego del mercado cabe esperar ganancias descomunales para quienes ya poseen, ganan cuando ganan y ganan cuando pierden en un medio dramáticamente darwinista que asegura éxito a los exitosos y fortuna a los siempre afortunados. Las especies humanas ‘menores’, al decir de García Márquez, “son estirpes condenadas a cien años de soledad sobre la tierra”.

El retroceso del Estado por detrás de sí mismo y las nuevas dimensiones en que lo sitúa la gran sociedad no pueden ser regla universal para conglomerados humanos que hace siglos asistieron a verdaderos procesos de socialización de la salud, de los servicios y de la educación pública y para sociedades marginadas a las que se les obliga a definirse y a actuar en la lógica del gran capital, antes de todo proceso de socialización que mire en especial las necesidades abismales de la inmensa mayoría de su población.

El papel del Estado no puede ser el mismo en Brasil que en Francia, en México que en Suiza, en Cundinamarca que en Dinamarca. Juan Pablo II bien citó en su novena encíclica que “la clase social rica, poderosa ya de por sí, tiene menos necesidad de ser protegida por los poderes públicos; en cambio la clase trabajadora, al carecer de apoyo propio, tiene necesidad específica de buscarlo en la protección del Estado. Por tanto, es a los obreros, en su mayoría débiles y necesitados, a quienes el Estado debe dirigir sus preferencias y sus cuidados”.

No es amable ni verdadera la sentencia última de Fukuyama: “La mayor amenaza que enfrenta el liberalismo (neoliberalismo) en América Latina viene de la izquierda progresista”. Viene de los desencantos producidos por el sistema mismo: ese que Fukuyama anunciara proféticamente como el sistema insuperable en la historia restante del planeta y propio del último humano sobre la tierra. Solo que esos trazos apocalípticos tienen la virtud de traer a la memoria la cruel sentencia grabada en las puertas del infierno de Dante: “¡Oh vosotros que entráis: perded toda esperanza!”.

ALBERTO PARRA MORA, S.J.
​PARA EL TIEMPO

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