‘Fuerzas económicas que impulsaron el progreso en los últimos 30 años se desvanecen’

El estado de ánimo en el 2018 en el foro económico mundial anual en Davos, Suiza, era de júbilo. El crecimiento en todos los países importantes estaba en alza. La economía global, declaró Christine Lagarde, entonces directora administrativa del Fondo Monetario Internacional, “está en un punto muy idóneo”.

Ahora, el panorama decididamente se ha amargado.

Casi todas las fuerzas económicas que impulsaron el progreso y la prosperidad en los últimos 30 años se están desvaneciendo”, advirtió el Banco Mundial en un análisis reciente.

Han pasado muchas cosas entre entonces y ahora: golpeó una pandemia global; estalló una guerra en Europa; se exacerbaron las tensiones entre Estados Unidos y China. Y la inflación, que durante mucho tiempo se pensó que estaba bajo control en la mayoría de los países, regresó con furia.

Pero a medida que el polvo se asentó, de repente pareció que casi todo lo que creíamos saber sobre la economía mundial estaba equivocado. Las convenciones económicas en las que se habían basado los elaboradores de políticas desde que cayó el Muro de Berlín hace más de 30 años —la inquebrantable superioridad de los mercados abiertos, el comercio liberalizado y la máxima eficiencia— parecen estar descarrilándose.

Durante la pandemia de covid-19, el impulso incesante por integrar la economía global y reducir los costos dejó a los trabajadores de cuidados de la salud sin tapabocas y guantes médicos, a los fabricantes de automóviles sin semiconductores, a los aserraderos sin madera y a los compradores de tenis sin Nikes.

La idea de que el comercio y los intereses económicos compartidos evitarían los conflictos militares fue pisoteada el año pasado por los soldados rusos en Ucrania.

Y los crecientes episodios de clima extremo que destruyeron cultivos, forzaron migraciones y detuvieron plantas de energía han ilustrado que la mano invisible del mercado no estaba protegiendo al planeta.

Ahora, a medida que avanza el segundo año de guerra en Ucrania y los países luchan contra un crecimiento débil y una inflación persistente, las preguntas sobre el campo de juego económico emergente han tomado un primer plano.

La globalización, vista en las últimas décadas como una fuerza tan imparable como la gravedad, está evolucionando claramente de manera impredecible. El alejamiento de una economía mundial integrada se está acelerando. Y la mejor manera de responder es tema de férreo debate.

La rápida sucesión de crisis expuso con sorprendente claridad las vulnerabilidades que exigían atención.

La sensación de inquietud actual contrasta con el triunfalismo embriagador que siguió al colapso de la Unión Soviética en diciembre de 1991. Fue entonces cuando un teórico podría declarar que la caída del comunismo marcó “el fin de la historia” —que las ideas democráticas liberales no sólo vencían a los rivales, sino que representaban “el punto final de la evolución ideológica de la humanidad”.

Las teorías económicas asociadas sobre el surgimiento del capitalismo de libre mercado en todo el mundo adquirieron un brillo similar de invencibilidad e inevitabilidad. Los mercados abiertos, el gobierno de no intervención y la búsqueda incesante de la eficiencia brindarían el mejor camino a la prosperidad. Se creía que un nuevo mundo en el que los bienes, el dinero y la información cruzaran el mundo eliminaría el viejo orden de conflictos de la Guerra Fría y regímenes antidemocráticos.

China y otras naciones asiáticas convirtieron a los campesinos en apuros en trabajadores productivos de fábricas urbanas. Los muebles, juguetes y productos electrónicos que vendían en todo el mundo generaron un crecimiento tremendo y produjeron una riqueza fabulosa, sacando a cientos de millones de personas de la pobreza y estimulando maravillosos avances tecnológicos.

Pero la globalización también aceleró el cambio climático y profundizó las desigualdades. Muchos empleos industriales en las economías avanzadas fueron exportados a países con salarios más bajos, eliminando el camino hacia la clase media. Se dejó que el mercado decidiera cómo implementar la mano de obra, la tecnología y el capital con la creencia de que la eficiencia y el crecimiento seguirían automáticamente.

Las empresas emprendieron la caza de trabajadores de bajos salarios, independientemente de las protecciones a los trabajadores, el impacto ambiental o los derechos. Encontraron muchos en México, Vietnam y China.

El éxodo laboral mandó a la baja los salarios en casa y socavó el poder de negociación de los trabajadores, estimulando sentimientos antiinmigrantes y fortaleciendo a líderes populistas de extrema derecha como Donald J. Trump en Estados Unidos, Viktor Orban en Hungría y Marine Le Pen en Francia. En los gigantes industriales avanzados, los líderes políticos resultaron ser incapaces de redistribuir más las recompensas y las cargas.

Los mercados por sí solos no pudieron distribuir automáticamente las ganancias de manera justa ni impulsar a los países en desarrollo a crecer o establecer instituciones democráticas.

La China comunista resultó ser el mayor beneficiario del sistema económico mundial. Su crecimiento la transformó en la segunda economía más grande del mundo y un importante motor de crecimiento global. Sin embargo, Beijing en todo momento mantuvo un estricto control sobre sus materias primas, tierra, capital, energía, crédito y mano de obra, así como sobre los movimientos y la expresión de su gente.

Los estragos económicos causados por la pandemia, combinados con el aumento vertiginoso en los precios de los alimentos y el combustible causados por la guerra en Ucrania, han creado una serie de crisis de deuda. El aumento a las tasas de interés los ha empeorado.

Para las naciones más pobres, el argumento era que el dinero, como los bienes, debería fluir libremente. Permitir que los gobiernos, las empresas y las personas obtuvieran préstamos de prestamistas extranjeros financiaría el desarrollo.

Se suponía que la globalización financiera marcaría el comienzo de una era de crecimiento sólido y estabilidad fiscal”, dijo Jayati Ghosh, economista de la Universidad de Massachusetts Amherst. “Terminó haciendo lo contrario”.

Préstamos imprudentes, burbujas de activos, fluctuaciones monetarias y mala gestión provocaron ciclos de auge y caída en todo el mundo. En Sri Lanka, los proyectos extravagantes emprendidos por el Gobierno ayudaron a llevar al País a la bancarrota el año pasado y el banco central, en un acuerdo de trueque, pagó petróleo iraní con hojas de té.

La austeridad obligatoria que acompañó a los rescates del Fondo Monetario Internacional, que obligó a los gobiernos a recortar gastos, provocó miseria generalizada.

Hasta los economistas del FMI reconocieron en el 2016 que esas políticas “aumentaron la desigualdad”.

El desencanto con el estilo de otorgar préstamos de Occidente dio a China la oportunidad de convertirse en un acreedor agresivo en países como Argentina, Mongolia, Egipto y Surinam.

Las suposiciones sobre el orden económico global se fueron por la borda.

“Hemos desvinculado las fuentes de nuestra prosperidad de las fuentes de nuestra seguridad”, dijo Josep Borrell, funcionario de la Unión Europea, tras la invasión de Ucrania. Europa obtuvo energía barata de Rusia y bienes baratos de China.

Las redes económicas crean desequilibrios de poder y puntos de presión porque los países tienen diferentes capacidades, recursos y vulnerabilidades.

Las concentraciones de proveedores críticos y redes de informática han creado más cuellos de botella. China fabrica el 80 por ciento de los paneles solares. Taiwán produce el 92 por ciento de los semiconductores avanzados. El comercio mundial se calcula en dólares estadounidenses.

La nueva realidad se refleja en la política estadounidense. Estados Unidos —el arquitecto central del orden económico liberalizado y la Organización Mundial del Comercio— se ha alejado de acuerdos de libre comercio más completos y rehusado a cumplir con decisiones de la OMC.

PATRICIA COHEN
THE NEW YORK TIMES

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