América Latina y su liderazgo en un momento de ‘cambio de época’

Estamos inmersos como humanidad en un profundo proceso de cambio de época. Esto significa que hemos entrado en una nueva fase histórica que determinará no solo la geopolítica y las relaciones internacionales, sino también las formas de gobernar en el interior de los países, de socializarnos y hasta de producir, consumir y pensar. Este mundo incluso transformará la conciencia humana y plantea serios retos para los liderazgos del futuro.

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Un ‘cambio de época’ va más allá de un ‘cambio de tiempo’. El primero trae consigo una transformación de la estructura real del mundo, con sus respectivos quiebres con el pasado –algunos abruptos y otros silenciosos– y unas enormes incertidumbres sobre lo que será el futuro que tendrá inexorablemente que construirse a partir del presente. Por su parte, el cambio de tiempo se circunscribe a las alteraciones estacionales de procesos y coyunturas. Es quizás lo más parecido –en sentido figurado– al paso del invierno a la primavera, del verano al otoño y, así, sucesivamente.

La convulsión del mundo no es cosa del azar, al igual que su fragilidad, fragmentación y polarización. Estamos –como lo hemos planteado desde el Consejo Colombiano de Relaciones Internacionales– en una ‘Paz Fría’. Vivimos en medio de placas tectónicas que se mueven paulatinamente en diversas direcciones, en el plano de la geopolítica; la geoeconomía; el cambio climático; la revolución de la inteligencia artificial; la triple crisis de alimentos, combustible y financiera; y las renovadas amenazas a la paz y seguridad internacionales, a través de la mezcla explosiva de armas de destrucción masiva con la precisión prodigiosa de las tecnologías contemporáneas.

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La guerra de Rusia contra Ucrania, los conflictos en el Sahel, las corrientes migratorias, el surgimiento de populismos y regímenes autocráticos, la creciente intensidad de los desastres naturales o el descontrol en el aumento progresivo de las temperaturas del globo son, a manera de ejemplo, la punta del iceberg.

Estamos en una fase que, en palabras del politólogo Samuel Huntington, se denominaría ‘choque de civilizaciones’ y hoy es impulsada por los vectores de la competencia tecnológica, así como la velocidad de transmisión de la información y las dinámicas inherentes a la sociedad del conocimiento y la globalización. De acuerdo con su tesis, los conflictos del siglo XXI podrían no tener lugar entre países, sino entre grupos culturales o ‘civilizaciones’. Definió ocho principales: occidental, islámica, ortodoxa, japonesa, africana, hindú, sínica o confuciana y latinoamericana, a las que se añadió también la cultura budista.

No obstante, hacia futuro es probable el enfrentamiento de dos o más concepciones diferentes y en algunas ocasiones opuestas de ver y entender el mundo, la economía, la política y la sociedad. En este escenario –aún en configuración– está claro que un bloque estaría conformado por los Estados Unidos y naciones de Occidente que comparten unos valores propios.

Otro estaría encabezado por China, que busca recuperar el terreno perdido a raíz de la revolución industrial y generar alianzas con países revisionistas –como Rusia e Irán– para asegurar liderazgo, poder y riqueza. Es decir, el dragón ha despertado con fuerza, lanzó sus llamas y chamuscó a más de uno.

Y el Sur Global –cuya diversidad geográfica y unidad política están bajo ataque– meditará entre dos opciones difíciles de conciliar: las políticas de “no alineamiento activo” y el alineamiento. Lo que está en juego es la capacidad de tener una guía propia de acción, por parte de los Estados, para abordar las batallas por la hegemonía global. El desenlace aún está por decantarse y las consecuencias geopolíticas por descifrarse.

Situación compleja

En este contexto, América Latina arriba a este cambio de época en una posición frágil y dividida. Ha perdido importancia relativa en el mundo y la calidad de su inserción externa se ha deteriorado.

Este hecho se refleja en su mermada participación en los flujos mundiales de comercio e inversión; su limitada incidencia en los principales foros de debate mundial y multilateral; una contribución muy débil en la innovación y ciencia, a través del registro de patentes; una población que progresivamente se envejece; un aparato productivo aún anclado en el pasado y la producción enfocada en bienes con bajo valor agregado; un comercio intrarregional bajo; una integración regional fracturada e ideologizada; entre otros.

Sus economías están arrastrando tres décadas de pobre desempeño y, luego de los efectos destructivos de la pandemia del covid-19, la región se encuentra ahora inmersa en otra ‘década perdida’ de desarrollo que puede ser aún peor que la vivida en los 80. Los indicadores sociales alertan. De hecho, la pobreza y pobreza extrema han retrocedido 12 y 20 años, respectivamente.

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En el plano político, América Latina sufre un proceso de debilitamiento institucional y ‘recesión democrática’, de acuerdo con el último informe de Latinobarómetro. Se enfrenta al auge de gobiernos autocráticos y caudillos populistas, la polarización, la desafección por los valores y principios democráticos, el bajo desempeño y escasos resultados de los gobiernos elegidos popularmente, y unas dinámicas perversas de violencia, drogas y crimen trasnacional. Se requiere, por ende, recuperar el entendimiento y superar la inestabilidad política y la fragmentación ideológica que están generando fuerzas centrífugas.

No obstante, América Latina alberga el potencial de constituirse en región solución dadas sus enormes riquezas. Tiene un rol que jugar y un capital que aportar en recursos naturales, materias primas, cambio climático, energías limpias y alimentos. Solo en litio tiene el 60 por ciento de las reservas del mundo; en cobre, el 50 por ciento y en plata, el 39 por ciento, como minerales críticos para la transición energética. Posee, en pocas palabras, lo que otros países y bloques necesitan y anhelan para competir efectivamente en una economía verde y global.

Liderazgos renovados

La oportunidad que tiene América Latina no se puede desperdiciar. Pero ello exige, en medio del cambio de época, liderazgos renovados. La región tiene el imperativo de construir visiones de largo plazo, pensar en grande, actuar de forma pragmática y construir amplios consensos sobre los cambios estructurales que se requieren para asegurar un futuro próspero e incluyente.

Estar a la altura es un requisito y apartarse de las miradas de corto plazo es una obligación. Se debe abandonar la politiquería de bajo vuelo que abunda en el vecindario y algunos organismos regionales, el menudeo con los recursos públicos, la corrupción, la falta de transparencia y la concepción del Estado como ‘botín de guerra’. Varios países de la región brindan ejemplos de estas malas prácticas y su población ha sido sumida no solo en la pobreza, sino en la desgracia y desolación.

Se necesita entender la política y el liderazgo con ‘P’ y ‘L’ mayúsculas, que permitan dejar a un lado las diferencias, los egos y las vanidades personales. Sus dirigentes deben dar ejemplo, pero del bueno para replicar una y otra vez. Se debe pensar y actuar, ante todo, con audacia y creatividad en función del bien común. Se debe valorar la rigurosidad, lo técnico y la ciencia, como base para la toma de decisiones, bajo la premisa de que las matemáticas son exactas y la prevalencia de una perspectiva humanista. Lo colectivo sobre lo particular debe ser la regla de oro. Franqueza, humildad, honestidad, compasión, pragmatismo, carisma y visión de futuro son cualidades para cultivar.

No en vano el exsecretario de Estado norteamericano Henry Kissinger, a sus 100 años, le dedicó un estudio –un libro completo– a este tema, a partir de la semblanza de seis figuras políticas decisivas del siglo XX: Konrad Adenauer (Alemania), Charles de Gaulle (Francia), Richard Nixon (Estados Unidos), Anwar Sadat (Egipto), Lee Kuan Yew (Singapur) y Margaret Thatcher (Reino Unido). Su esfuerzo se encaminó a definir a un buen líder y entregar algunas claves sobre los desafíos que plantea el futuro para las nuevas generaciones políticas.

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Entre sus conclusiones destaca que (i) no podemos elegir nuestras circunstancias externas, pero siempre podemos elegir cómo respondemos a ellas; (ii) la época actual se encuentra desorientada porque carece de una visión moral y estratégica, y (iii) los líderes deben guiar e inspirar a su gente.

Por su parte y en plano regional, el ex presidente del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) Luis Alberto Moreno, en su libro ¡Vamos!, realiza una interesante semblanza de algunos líderes latinoamericanos, así como sobre el estilo de nuestros dirigentes. Encuentra como rasgo común en nuestras sociedades el deseo intenso de escudriñar el pasado y de pelear por el significado de las cosas que ocurrieron hace una década o incluso cien años atrás.

A esto le debemos agregar la intención de actuar bajo la óptica del “refundacionalismo crónico y sistémico”. Es decir, el deseo de desconocer lo construido en el pasado y pretender hacerlo todo desde un inicio.

El expresidente Moreno concentra su atención en lo que algunos llaman los ‘tres tenores’: Fernando Henrique Cardoso (Brasil), Ernesto Zedillo (México) y Ricardo Lagos (Chile). Todo ellos gobernaron durante un periodo de enormes dificultades para la región, especialmente de crisis financiera cuyos efectos sociales fueron enormes.

A lo largo de los años, su apego por la democracia, la creación de instituciones independientes y un capitalismo con conciencia social fueron características centrales.

Como puntos comunes, lograron (i) tener visión de largo plazo a sabiendas de que no cosecharían los resultados políticos en el corto plazo; (ii) dejaron a un lado la ideología propia de su juventud; (iii) fueron pragmáticos y evaluaban cada situación y actuaban en consecuencia con éxito; (iv) valoraban la experiencia y los matices; y (v) trabajan en torno a la construcción de consensos y con una gran variedad de personas. En pocas palabras, fueron líderes audaces y tomaron decisiones que llegaron a ser impopulares, pero que la historia hoy se las reconoce.

Comentarios finales

Durante el cambio de época, la transformación de liderazgos empieza en casa. El camino se inicia al comprender que nuestra suerte depende única y exclusivamente de nosotros mismos como proyecto colectivo de nación, que lucha por una mayor igualdad, justicia y prosperidad. La política no puede quedar en manos de políticos (con ‘p’ minúscula) y se debe tener la grandeza y madurez de los estadistas para fijar con audacia el norte. Aquí no hay licencia para asustarse ni dejar que los estados de ánimo dominen un país o las instituciones.

Los líderes, tal como afirma Kissinger, se miden y ponen a prueba en los momentos de crisis. Son aquellos que, en medio de la tormenta, esquivan olas, tiburones y relámpagos, y llegan a buen puerto sin dejarse abrumar. Son transformadores en el sentido estricto de la palabra. Escuchan, dialogan, deciden, construyen, corrigen el rumbo cuando es necesario y asumen responsabilidades.

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El cambio de época en América Latina exige que las nuevas generaciones asuman, desde ahora, los retos que el mañana les depara, para contribuir con ideas, entusiasmo y energía a la recuperación de los valores y principios que permitan construir la sociedad que todos anhelamos.

El cambio de época indefectiblemente viene acompañado de un cambio generacional y del desprendimiento del pasado que ya fue.

La juventud está llamada a cumplir ahora su rol y responsabilidad de soñar, pensar y construir país, así como realizar sus objetivos de vida. El futuro ha llegado sin demora.

GUILLERMO FERNÁNDEZ DE SOTO* Y ANDRÉS RUGELES**
Para EL TIEMPO

(*) Presidente del Consejo Colombiano de Relaciones Internacionales (Cori) y excanciller (1998-2002).

(**) Visiting fellow de la Universidad de Oxford y miembro del Advisory Board del Sur Global del LSE.

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