La migración por el tapón de El Darién, un negocio rentable

TAPÓN DEL DARIÉN, Panamá — A cada paso por la jungla se puede ganar dinero.

El traslado en bote a la selva tropical: 40 dólares. Un guía por la ruta traicionera una vez que comienzas a caminar: 170 dólares. Un cargador para llevar tu mochila por las montañas lodosas: 100 dólares. Un plato de arroz con pollo después de una ardua escalada: 10 dólares. Paquetes todo incluido con carpas, botas y demás artículos de primera necesidad: 500 dólares o más.

Cientos de miles de migrantes ahora están atravesando una franja de selva conocida como el Tapón del Darién, la única ruta terrestre de Sudamérica a Estados Unidos, en una marea récord que la Administración Biden y el Gobierno colombiano han prometido detener.

Pero la ganancia caída del cielo es demasiado grande para dejarla pasar, y los emprendedores no son contrabandistas clandestinos que se esconden de las autoridades. Son políticos, empresarios prominentes y líderes electos, que envían miles de inmigrantes hacia Estados Unidos a plena vista cada día —y cobran millones de dólares al mes.

“Hemos organizado todo: los barqueros, los guías, los cargadores de bolsas”, dijo Darwin García, miembro electo de la junta comunitaria en Acandí, un municipio colombiano a la entrada de la selva. La aglomeración de inmigrantes es “lo mejor que le pudo haber pasado” a un pueblo pobre como el suyo, dijo. Ahora, el hermano menor de García, Luis Fernando Martínez, director de una asociación de turismo local, es uno de los principales candidatos a la Alcaldía de Acandí —y defiende el negocio de la migración como la única industria rentable en un lugar que “no tenía una economía definida antes”.

El Tapón del Darién se ha transformado rápidamente en una de las crisis políticas y humanitarias más apremiantes del hemisferio occidental. Más de 360 mil personas han cruzado la selva en lo que va de 2023, reporta el Gobierno panameño.

Estados Unidos, Colombia y Panamá firmaron un acuerdo en abril para “poner fin al movimiento ilícito de personas” a través del Tapón del Darién, una práctica que “conduce a la muerte y explotación de personas vulnerables para obtener ganancias significativas”. Hoy, esa ganancia es mayor que nunca, con líderes locales recaudando decenas de millones de dólares tan sólo este año de los migrantes.

“Esta es una economía hermosa”, dijo Fredy Marín, un ex concejal del municipio vecino de Necoclí que administra una compañía de barcos que transporta a migrantes camino a Estados Unidos, cobrando 40 dólares por cabeza. Marín se está postulando para Alcalde de Necoclí y promete preservar la próspera industria migratoria.

Los funcionarios de la Casa Blanca dicen que creen que el Gobierno colombiano está cumpliendo su compromiso de acabar con la migración ilícita.

Pero sobre el terreno ocurre lo contrario. The New York Times ha pasado meses alrededor del Tapón del Darién y el Gobierno nacional tiene, en el mejor de los casos, una presencia marginal.

El Presidente Gustavo Petro de Colombia reconoció que el Gobierno nacional tenía poco control sobre la región, pero agregó que su objetivo no era detener la migración por el Darién. Después de todo, argumentó, las raíces de esta migración eran “el producto de medidas mal tomadas contra los pueblos latinoamericanos”, particularmente por parte de Estados Unidos, señalando a las sanciones de Washington contra Venezuela.

Los líderes locales han decidido encargarse ellos mismos de la migración.

Hoy el negocio es operado por miembros electos de la junta comunitaria como García a través de una organización sin fines de lucro registrada —la Fundación Social Nueva Luz del Darién— iniciada por el presidente de la junta y su familia. Maneja toda la ruta desde Acandí hasta la frontera con Panamá —fijando precios, cobrando tarifas y operando extensos campamentos en la jungla.

La fundación ha contratado a más de 2 mil guías locales y cargadores de mochilas. Los migrantes pagan por niveles de lo que la fundación llama “servicios”, incluyendo el guía básico de 170 dólares y el paquete de seguridad hasta la frontera. Luego, un “asesor” de migración les coloca dos pulseras en las muñecas como prueba de pago. “Como un boleto de Disney”, dijo Renny Montilla, de 25 años, un trabajador de la construcción de Venezuela.

García dijo que el trabajo de la fundación es legal, en parte porque guía a las personas a una frontera internacional, pero no a través de ella.

Sobre el negocio se cierne un poderoso grupo narcotraficante, las Autodefensas Gaitanistas de Colombia, a veces conocidas como el Clan del Golfo. Su control sobre esta parte del norte de Colombia es tan completo que la Defensoría del Pueblo del País califica al grupo como el actor armado “hegemónico” de la región. En un comunicado, el grupo armado dijo que “de ninguna manera” lucra con “el negocio que trafica con los sueños de los migrantes”. Petro desestimó esa idea y dijo que el Clan del Golfo estaba ganando 30 millones de dólares al año con el negocio de la migración.

Las transacciones quedan a la vista. Antes de ingresar a la selva, los migrantes tienen que pagar al grupo un impuesto de alrededor de 80 dólares por persona para obtener permiso para cruzar el Darién, según varias personas que cobran la tarifa en Necoclí. Una vez que los migrantes han pagado, hasta obtienen un recibo, dicen los recaudadores del impuesto: una pequeña calcomanía, a menudo una bandera estadounidense, en sus pasaportes.

Densa, calurosa y propensa a lluvias intensas, atravesada por ríos embravecidos y montañas escarpadas, la selva del Darién actuó durante generaciones como una vasta barrera entre América del Norte y del Sur.

Los grupos armados tienen mucho tiempo de utilizar el bosque para refugiarse y contrabandear. Lo accidentado del terreno y la amenaza de violencia alguna vez mantuvieron alejados a todos salvo a los más desesperados. Pero las crisis y la política han provocado un enorme aumento en el número de personas que viajan desde Sudamérica a Estados Unidos en los últimos años. En agosto, casi 82 mil personas hicieron el recorrido a través del Darién, afirman funcionarios panameños, el mayor total mensual jamás registrado.

Al profesionalizar el negocio de la migración, los líderes colombianos dicen que pueden evitar que sus empobrecidos pueblos sean abrumados por cientos de miles de personas necesitadas, ayudar a los migrantes a cruzar la selva de manera más segura y alimentar sus propias economías.

Las muertes de migrantes en la parte colombiana del Darién ahora parecen ser relativamente bajas, dicen los trabajadores humanitarios, porque incluso el Clan del Golfo se ha dado cuenta de que la notoriedad del Darién es mala para los negocios.

Todos los días salen barcos desde Necoclí y los muelles están llenos de gente de lugares tan lejanos como India, China y Afganistán.

“¡Viaje seguro!”, gritan los empleados de Marín con un micrófono. “¡Viaje feliz!”.

Las calles de Necoclí están llenas de gente hablando mandarín, persa y nepalí. Los lugareños se ganan la vida vendiendo tiendas de campaña endebles, repelente para víboras y botas de hule para niños pequeños. Trabajadores humanitarios recorren las calles ofreciendo jarras de agua, pañales y protector solar.

Los migrantes más pobres llegan a pie. La mayoría proviene de Venezuela, que ha estado sumida en una crisis económica y humanitaria durante casi una década.

Una vez cruzado el agitado Golfo de Urabá, los pasajeros en los barcos de Marín llegan a Acandí y son llevados a un complejo que García llamó “el refugio”.

García presumió las obras públicas cercanas, construidas por la junta con fondos de la migración. Dijo que el pueblo había pasado décadas intentando convertirse en un destino turístico. Pero por ahora, sin escuelas decentes, un hospital o incluso una carretera que lo conecte con el resto del País, todo lo que tenía era migración.

“Lo que hemos hecho” con la migración es más de lo que el turismo aportó “en 50 años”, afirmó.

El primer campamento en la selva, Las Tecas, alguna vez fue una extensión lodosa. Hoy es una aldea, con un pabellón de bienvenida, control de seguridad, tiendas y restaurantes, e incluso una sala de billar.

Aquí la Fundación Social Nueva Luz del Darién ha organizado a los guías y portamochilas. La fundación paga a los guías 125 dólares por recorrido. Los cargadores son contratados individualmente por los migrantes, pagándoles entre 60 y 120 dólares por carga.

Una mañana reciente, más de 2 mil migrantes se reunieron en el campamento. La caminata hasta la frontera con Panamá era de más o menos día y medio y, a lo largo del camino, la fundación había colocado pequeños campamentos donde los migrantes podían comprar agua y comida. Los precios subían a medida que la gente ascendía. Un Gatorade costaba 2.50 dólares al inicio y 5 dólares al final. Vendedores de helados caminaban con la multitud.

Después de un día de caminata, la mayor parte del grupo durmió en un paraje lodoso y hacinado donde restaurantes ofrecían pescado o pollo frito por 10 dólares el plato. Muchas familias, habiendo gastado todo su dinero para llegar hasta aquí, no comieron nada.

En el lado colombiano del Darién, la criminalidad es menor, reportan grupos de ayuda e investigadores que entrevistan a migrantes al final de la ruta. Esa percepción de seguridad está enviando cada vez a más personas al bosque.

Pero en la frontera con Panamá, los guías de la fundación los dejan —cruzar podría conducir al arresto— y el poder del Clan del Golfo retrocede. A muchos de los inmigrantes no les queda comida ni dinero. El lado panameño de la selva es aún más traicionero, y pequeñas bandas criminales merodean por allí, utilizando la violación para extraer dinero y castigar a quienes no pueden pagar.

La ONU contabilizó más de 140 muertes de migrantes en la parte panameña del Darién el año pasado, casi el triple que el año anterior. Al menos el 10 por ciento de ellos eran niños.

En su último día en Colombia, un hombre dio instrucciones finales a los más de 2 mil migrantes: avancen lentamente, no se desbalaguen y sigan una ruta marcada con trozos de plástico azules y verdes. Se necesitarían tres días más para llegar al final de la selva, donde la ONU y el Gobierno de Panamá ofrecían apoyo.

“Del municipio de Acandí”, dijo antes de que los migrantes siguieran adelante, “queremos desearles un feliz viaje”.

Por: Julie Turkewitz

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