Atentados del 11 de septiembre 23 años después: así se vivió el ataque en el Pentágono y en Washington
El 11 de septiembre del 2001 tenía toda la pinta de ser un día muy agitado en términos noticiosos. Y lo fue —quizá el más movido de la historia reciente—, pero por razones completamente diferentes a las que tenía previsto.
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El día anterior, en horas de la tarde de ese 10 de septiembre, el Departamento de Estado había anunciado que acababa de incluir en su lista de organizaciones terroristas a las Autodefensas Unidas de Colombia (Auc), donde desde hacía algunos años ya estaban las Farc y el Eln. Era un desarrollo enorme para el país.
El grupo paramilitar, que llevaba años fortaleciendo su presencia en todo el territorio nacional, estaba mutando hacia una organización política. Carlos Castaño, su líder, acaba de renunciar a la jefatura militar y anunciaba un proyecto que tenía hasta aspiraciones electorales.
La designación, que incluye el bloqueo de todos los activos económicos tanto del grupo como de sus colaboradores, cayó como una bomba en un país donde su causa estaba, hasta cierto punto, normalizada en nombre de la lucha contra la guerrilla.
A la mañana siguiente, Colin Powell, el entonces “canciller” del presidente George W. Bush, tomaba un avión rumbo a Colombia con esa noticia bajo el brazo.
Pero antes había aceptado una entrevista con EL TIEMPO para hablar de esa decisión y cómo encajaba dentro del Plan Colombia, que había sido aprobado en junio del año 2000 para combatir al narcotráfico y el rol de la guerrilla en este ilícito.
Era la primera entrevista que concedía Powell a un medio latinoamericano desde la llegada a su cargo y una gran oportunidad para mi joven carrera como corresponsal en Washington.
Recuerdo que me levanté temprano para preparar las preguntas. Algo ansioso, por supuesto, dado el calibre del personaje que tendría enfrente pocas horas después. Powell, además de secretario, era uno de los generales más condecorados del ejército de Estados Unidos, y con una larga trayectoria que incluía la invasión a Panamá para derrocar al dictador panameño Manuel Noriega en 1989 y la primera guerra de Irak en 1990, cuando Bush padre estaba en la presidencia.
Dos decisiones que encabezó siendo en ese momento el jefe de las Fuerzas Armadas Conjuntas, el cargo más alto en la estructura militar de este país.
Poco antes de salir rumbo al Departamento de Estado, a eso de las 8:30 de la mañana, prendí el televisor y lo dejé sintonizado en CNN mientras iba a preparar un café.
Por esos días vivía en Arlington, una ciudad que colinda con la capital estadounidense y donde está ubicado el Pentágono.
Cuando volví a subir, perdí brevemente la respiración. CNN transmitía imágenes de las Torres Gemelas, en Nueva York, donde se veía una gruesa columna de humo saliendo de una de ellas, la torre norte. Eran las 8:47 a. m. y la información inicial era confusa. Los reporteros hablaban de un posible incendio o quizá una bomba.
Pero nadie imaginaba la magnitud de lo que realmente estaba sucediendo.
A los pocos minutos llegó la confirmación de que un avión se había estrellado contra el edificio, hasta ese momento un símbolo del poderío económico estadounidense. Aunque la tesis inicial era la de un accidente, varios ya subrayaban lo extraño que un avión, así estuviera fuera de control, no pudiera esquivar el edificio más alto de toda la ciudad y hasta hacía poco, del mundo.
Un segundo avión se estrella contra la otra torre
Esa tesis se vino al piso instantes después. A las 9:03 a.m., solo 16 minutos después, un segundo avión se precipitó contra la torre sur, a la altura del piso 80. Esa imagen, como millones de personas en el mundo, la vi en vivo y en directo. Y confirmaba el peor de los temores: que Estados Unidos acababa de ser víctima de un atentado terrorista sin antecedentes en la historia.
Por unos breves instantes, olvidé por completo que Powell me esperaba en el Departamento de Estado. Pero una llamada a mi celular me lo recordó de inmediato. Era uno de los asesores de prensa del Secretario que informaba que la entrevista no solo estaba cancelada, sino que el funcionario ya no viajaría a Colombia, pues debía ponerse al frente de la crisis que se acababa de abrir.
La información, a esa hora de la mañana, era aún más delicada. Las autoridades aeronáuticas habían perdido contacto con otros dos aviones que al parecer habían sido secuestrados y se dirigían hacia la capital estadounidense.
Mi primera reacción fue llamar al periódico. Tras varios intentos —las líneas telefónicas estaban infartadas— finalmente logré comunicarme con la redacción, que aún estaba medio desierta, pues en Colombia era una hora antes y en esa época pocos llegaban antes de las 9 a. m. El plan ya era sacar una edición especial del diario que circularía en horas de la tarde.
Un recurso que solo se empleaba para eventos extremos como el que estábamos viviendo. Estando aún en la línea escuché una explosión que estremeció la casa desde sus cimientos y cortó la llamada. “Eso fue cerca”, le dije con la voz cortada a mi esposa. En ese punto no era claro si nosotros mismos estábamos en riesgo y consideramos varías opciones, entre ellas salir a la calle o encerrarnos en el sótano.
Una explosión en el Pentágono
En CNN, mientras tanto, confirmaban una explosión en el Pentágono, que estaba ubicado a unos 3 kilómetros de mi residencia. Luego se supo que un tercer avión había se había estrellado sobre su fachada occidental.
Todavía recuerdo como si fuera ayer el debate mental que siguió. Estaba en medio de la noticia más importante de mi vida y a solo minutos de uno de sus epicentros. Pero carecía de información para determinar qué tan peligrosa era la situación en el Pentágono o si otro ataque era inminente.
En retrospectiva fue un acto irresponsable, pero pudo más la curiosidad y el deber periodístico. Me monté en el carro y tomé Washington Boulevard, ruta que atraviesa el Pentágono, y justo por el lado donde el avión acababa de caer.
Ya las sirenas sonaban por todos lados, mientras carros de bomberos y patrullas se dirigían al lugar. Ya desde la carretera se veía una gruesa columna de humo en el horizonte que no paraba de subir. A un kilómetro y medio de distancia -más o menos- me bajé del carro consciente de que más adelante sería imposible y comencé a caminar en dirección al complejo militar.
El acceso a la fachada occidental ya estaba cerrado y decidí rodear el edificio hasta su puerta oriental, que es la que termina en las laderas del río Potomac. En ese costado ya había cientos de personas que acaban de evacuar y decenas de ambulancias retirando a los heridos.
Militares uniformados y civiles caminaban en dirección opuesta al edificio con rostros de horror, miedo e indignación. Algunos lloraban. La mayoría con sus manos en la cabeza en un gesto de incomprensión.
En total, estuve una hora entre ellos, hasta que la policía acordonó la zona y nos pidió retirarnos. En ese lapso tomé varios testimonios. Todos muy parecidos. Pero recuerdo uno en particular, porque marcaría lo que han sido estos últimos 20 años. “Estamos en guerra; el mundo va a cambiar”, me dijo un uniformado aún entumecido por el impacto de la explosión.
En ese punto decidí regresar. Habían pasado dos horas de que había salido de la casa y no había podido volver a comunicarme con el periódico, pues las líneas seguían caídas. Además, dado que los celulares de la época carecían de internet, no tenía idea de qué más había pasado.
En los días que siguieron, a pesar del caos, la historia adquirió un poco más de contexto. Las agencias de inteligencia identificaron a Al Qaeda como autor intelectual de los ataques y se confirmó que 19 de sus hombres, que llevaban meses viviendo en el país, habían secuestrado cuatro aviones para usarlos como misiles contra blancos emblemáticos de EE. UU. Tres semanas después, Washington ya invadía Afganistán para derrocar al gobierno talibán, que había albergado a los terroristas, y perseguir a los responsables. El resto es una novela que el mundo ya conoce y que este sábado completa 20 años.
La entrevista con Powell finalmente se terminó dando, pero 15 meses después cuando el secretario de Estado pudo agendar nuevamente el viaje pospuesto a Colombia.
Aún con la grabadora apagada, le pregunté si recordaba que nuestro último encuentro se había cancelado por los atentados del 11S. Me miró a los ojos y me dijo: “Claro, era usted. Cómo olvidarlo. Ese fue el peor día de mi vida”.
Y, guardada las proporciones, uno de los peores para mí.
*Esta crónica fue publicada originalmente el 11 de septiembre de 2021, cuando se cumplieron 20 años del ataque a las Torres Gemelas. EL TIEMPO vuelve a publicarla por su contenido periodístico justo cuando se cumplen 23 años de los atentados.